-¿Por qué "El cielo gira"? ¿Por qué hacer un documental sobre
la desaparición de una forma de vida?
-La preocupación por registrar y dejar testimonio de las cosas que
desaparecen o van a desaparecer no es nueva en el cine. Es un tema recurrente,
muy frecuentado sobre todo en los documentales. Y el cine tiene, como decía
André Bazin, esa capacidad y ese sueño de "embalsamar el tiempo", de atraparlo y
dejarlo detenido en unas imágenes. En mi caso esa necesidad se dirigía hacia un
mundo familiar, el de mi pueblo de origen, poblado de seres queridos, recuerdos
y memoria que empiezan a borrarse y desaparecer.
-¿Qué magia especial conseguiste transmitir con "El cielo
gira", que traspasó la pantalla? ¿Qué ingredientes especiales utilizaste para
ello, aunque no nos des la receta mágica?
-Intuyo que el mundo del que habla la película -el abandono rural y la
desaparición de los pueblos- pertenece a una experiencia muy generalizada, y no
sólo en Castilla ni en España. Los que veían la película y un lejano día habían
emigrado de un pueblo a la ciudad, o que bien lo hicieron sus padres, creo que
la sentían de un modo especial. Y mi voluntad era la de dirigirme a cada uno de
esos espectadores en voz baja, en un tono confidencial, mostrando pequeños
hechos significativos que suceden cuando desaparece un modo de vida pero vistos
desde mi intimidad, poniendo por delante mi voz y mi mirada. Yo creo que ese
tono de diario personal contribuye al proceso de identificación en el
espectador.
-Filmaste durante un año entero, un tiempo inusualmente largo
en este mundo de prisas. ¿Se coló en ti el concepto de tiempo diferente que se
maneja en los pueblos?
-La necesidad de permanecer largo tiempo era ya un imperativo del proyecto;
acompañar la vida que se va a retratar, observarla con detenimiento y convivir
con las personas antes y durante el rodaje. Y registrar ese mundo con paciencia
y libertad. Ése era para mí uno de los mayores atractivos del proyecto, hasta el
punto de que, si no era así, no estaba dispuesta a abordarlo. Y luego sí,
efectivamente, el ritmo pausado y el tiempo ensimismado de la vida en La Aldea
influyeron en el tono. Creo que esa cadencia y ese lento compás se trasmitieron
finalmente al "tempo" del relato de la película.
-¿Aspiras con tus documentales a la reflexión que conduzca a
cambiar el mundo, o a mostrar una realidad que seguirá su curso?
-No me planteo esas cuestiones tan radicalmente. Ni soy tan inconsciente
como para ambicionar lo primero ni tan indolente como para resignarme a lo
segundo. En el caso de La Aldea, por ejemplo, los cambios que se estaban
produciendo -aerogeneradores y hotel- eran para mí dolorosos y no podía
ignorarlos. Pero, por otra parte -y la más importante- yo no vivo en La Aldea;
no tenía derecho a usurpar con mis opiniones la conciencia y el parecer de los
vecinos que allí viven. Por todo ello, elegí mostrar esos hechos desde un punto
de vista más bien neutro. Y dejar a los habitantes del pueblo la palabra y la
conciencia sobre esos hechos.
-¿Qué crees que aportó tu mirada femenina al tema?
-Más que el género de la mirada, yo creo que influyó su condición y carácter
personal, familiar. En el rodaje, el hecho de que los vecinos del pueblo me
conocieran y yo les conociera facilitó las grabaciones, el acercamiento de la
cámara a sus rostros, esa intimidad necesaria para el retrato. Y lo mismo puede
decirse en cuanto a la narración. Se imponía adoptar el tono de un diario
personal para contarla, bañado por la subjetividad, puesto que era mi
experiencia, recuerdos e imaginario de la infancia. Si esa intimidad logra
comunicarse, entonces conecta con la experiencia común y toca algún tema
universal.
-Vas narrando, por tanto te conviertes en actriz a través de
la voz. ¿Cómo viviste estar detrás de la cámara y también delante mediante la
narración?
-Quizás me repita un poco. Mi ausencia de las imágenes está justificada
porque La Aldea no es mi lugar habitual de residencia ni lo ha sido, salvo en
los tres primeros años de vida. Y mi voz y mis palabras eran tan obligatorias
porque se trataba de una crónica personal, la de alguien que regresa al lugar
para saber qué queda del imaginario y del recuerdo. Por otra parte, el mayor
homenaje que podía hacerles a los habitantes era decirles cómo los veía yo, con
mi voz. Pero, en las imágenes, que fueran ellos, con sus palabras y sus
silencios.
-¿Qué echas de menos cuando acudes a lugares como Aldeaseñor?
¿Qué valores diferentes hay en los pueblos?
-Creo que en esos lugares existe una familiaridad y cercanía con la
experiencia de la muerte bastante saludable, menos neurótica que en las
ciudades. La experiencia de la muerte forma allí parte de la vida y eso da lugar
a otras virtudes como la paciencia, el escepticismo necesario, la actitud ante
las desgracias, la importancia que adquiere la memoria, la trasmisión
intergeneracional, la forma de instalarse en el tiempo.
-¿Sobre qué nuevo tema desea reflexionar Mercedes Álvarez
a través de un documental? ¿Qué perspectiva diferente le darás desde tu
particular visión?
-Hay mucho que contar pero no tengo ganas de hacerlo con prisas. Nada que no
sea contado con libertad, ningún rodaje que no forme parte de la vida al mismo
tiempo. ∆