Un
servidor de ustedes durmió durante algunos años en una habitación de paso
que tenía cuatro puertas, por las que entraban y salían las personas reales,
los personajes imaginarios y los muertos de la familia. |
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JULIO 2007
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LAS HABITACIONES DE PASO-
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
Nunca
he sabido cómo se llaman esas habitaciones de paso que antes hacían los
maestros de obra para aprovechar mejor el espacio disponible y que tanto
complicaban la vida cotidiana. Los vodeviles que venían del París de la
Francia ocurrían siempre en aquellas habitaciones con varias entradas y
salidas, y a los españoles de la posguerra les daba mucha risa comprobar
cómo el marido cornudo estaba a punto de coger in fraganti al amante que
se escondía en el armario; o cuando ella, la protagonista, medio en
cueros, se iba con el otro por la puerta del fondo, a la aventura, a la
vida...
Las habitaciones de paso eran, en realidad, trozos de pasillo con un
niño dentro, porque siempre se ha dicho, y que se sepa ningún psicólogo
argentino ha discutido esta autorizada opinión de los antiguos, que los
niños duermen en cualquier sitio, porque como son inocentes y tienen la
conciencia tranquila, angelitos, se quedan fritos con gran facilidad.
Un servidor de ustedes que se crió, como ha dicho más de una vez, en un
pasillo -hay hijos del arroyo como hay hijos del pasillo- durmió durante
algunos años en una habitación de paso que tenía cuatro puertas por las
que entraban y salían las personas reales, los personajes imaginarios y
los muertos de la familia. Aquello era una fiesta sobre todo porque los
difuntos, en lugar de irse al purgatorio por el espejo del baño, como
hacen todos los muertos respetables, se empeñaban en desaparecer por los
cajones del armario y, además, como había confianza, se iban al más allá
dando un portazo, cabreados. Por el armario ropero entraban y salían el
primo Luisito, que se murió a los tres años de garrotillo; el tío Pepe,
que bailaba el tango como un profesional de la danza; el abuelo
Fernando, que tenía una barba rizada y rubia; la abuelita Consuelo, que
como era tan despistada lloraba de risa y reía de pena y un largo
etcétera de primos difuntos, primas desaparecidas en la flor de la vida,
tías solteronas malogradas en agraz y niños muertos.
Una noche entró en mi habitación el abuelo Dositeo, que tenía un
lobanillo en el dedo pulgar de la mano derecha y una navaja con cachas
de nácar, para recomendarme que fuese bueno, liberal y benéfico, que no
perdiese demasiado el tiempo con la literatura y otras insensateces de
poeta y que, si no tenía más remedio que envejecer como le había
ocurrido a él, que procurase, al menos, hacerlo con dignidad y buenas
maneras. Me dio por último un beso en la frente, me alisó el pelo, creo
que me arropó y después, arrastrando un poco los pies, despacito, sin
prisas, se fue de mi vida y de la suya por el armario de palo de rosa.
Yo quise advertirle que por allí no se iba al comedor, que su puerta era
otra, pero el anciano caballero se fue por donde debía: por el ropero de
los difuntos. Al día siguiente Marcelina me despertó y con palabras
entrecortadas me anunció que el abuelo había muerto al amanecer, me
vistió de luto riguroso -hasta el pañuelo con el que me sonaba los mocos
y me enjugaba las lágrimas lo habían teñido de negro- y la casa se llenó
de ausencia y desconsuelo.
Han pasado más de sesenta años desde entonces y nunca le conté a nadie
cómo salió de este mundo mi abuelo Dositeo y las recomendaciones que me
hizo cuando ya era un fantasma a punto de perder la memoria; y tal vez,
si lo cuento ahora, es porque mi mujer duerme plácidamente a mi lado,
porque mis hijos se han hecho tan mayores que no cesan de darme sabios
consejos de cómo debo comportarme en la vida, porque el sol, ahora
mismo, entra esplendoroso por la ventana y porque quiero tener con
ustedes una confidencia de amigo. Ustedes, los lectores que están al
otro lado del folio en blanco, forman parte también del mundo de mis
sueños, son como de la familia, como esos primos que no tengo en La
Habana. Nunca veré sus caras ni estrecharé sus manos, pero sé que están
ahí; por eso, tal vez, me he pasado media vida escribiéndoles cartas de
amor desde esta habitación de paso, que tiene varias puertas, aunque
todas ellas, poco a poco, cerrilmente, las ha ido tapiando el tiempo. § |