Un día de zafarrancho y limpieza
general, cuando el autor era un niño de cinco años, el abuelo Dositeo sacó
de un baúl una caracola y se la entregó sonriendo: "Aquí dentro está el mar
de La Habana", le dijo. |
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MARZO 2006
- EL
CUARTO DE LOS BAULES -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
L a habitación más
misteriosa de la casa era el cuarto de los baúles, que sin saber por qué y
tal vez porque somos un poco cursis, al recordarlo le llamamos el saloncito
de los naufragios. Cuando los vientos arreciaban y los viajeros de la
familia envejecían, regresaban a casa sus baúles maltrechos, ajados, medio
rotos, despintados, tatuados con etiquetas que decían: "Pensión Paquita.
Albacete", "La bella Lola. Managua".
Ahora que se viaja con nataché y maletín y que todos vamos por ahí a lo
Machado y ligeros de equipaje, se entiende con dificultad a los viajeros del
otrora, a los que se fueron para no volver en los Grandes Expresos Europeos,
a los dandis de la familia que murieron ahogados y correctamente vestidos en
el Titanic y que se movían por el mundo con sus baúles de cantoneras de
bronce que sólo podían transportar sobre sus hombros los fornidos mozos de
cuerda.
Los baúles de los viajeros de la familia regresaban a puerto, al cuarto de
los baúles, como las galeras de la Armada Invencible; encallaban al lado de
las polvorientas maletas, de las sombrereras despintadas y de las cajas de
lata de membrillo de Puente Genil repletas de fotografías y se vaciaban poco
a poco de los objetos personales de los parientes muertos. Con los años de
los viajeros de la familia sólo quedaban los baúles y los recuerdos; y a
veces sólo quedaban los baúles.
De tarde en tarde se entraba en el saloncito de los naufragios y de año en
año se abrían los baúles y las maletas maltrechas que se habían ido llenando
poco a poco de ropa blanca, de cintas azules, de sábanas con olor a
naftalina, de enaguas de organdí, de primorosas puntillas, de uniformes
militares, de trajes de primera comunión, de sombreros de copa. Cuando se
oreaba la habitación de los baúles y se fregaba el suelo a conciencia y se
quitaban las telarañas y se lavaban las cortinas, la habitación perdía su
misterio ultramarino y con el olor a lejía los viajeros de la familia
parecían fantasmas de guardarropía.
Un día de zafarrancho y limpieza general, cuando el autor era un niño de
cinco años, el abuelo Dositeo sacó de un baúl una caracola y se la entregó
sonriendo: "Aquí dentro está el mar de La Habana", le dijo. Han pasado más
de sesenta años y todavía conservo aquella caracola, que siempre estuvo
cerca de mí y que ahora mismo y cuando escribo estas líneas, descansa sobre
los folios en blanco e impide que el viento -mi casa está llena de
corrientes de aire- los alborote. Dentro de la caracola está el mar, las
promesas del Presidente Batista, los discursos de Fidel Castro y los sueños
del Che Guevara. Aunque nunca estuve en La Habana y creo que jamás pisaré
Cuba, gracias a la caracola me hice isleño del Caribe, me paseé fumando un
puro y enfundado en un traje blanco por las calles de Guantánamo y amé
apasionadamente a una guajira guantanamera. El viajar ilustra pero el
navegar por el mar de La Habana de la caracola de mi abuelo es un lujo que
muy pocos podemos permitirnos, y aquí donde me ven y gracias a ella me hice
marinero sin moverme del cuarto de los baúles y tuve un amor en cada puerto
y más de cincuenta hijos mestizos que hablan el inglés dulzón de las islas y
a los que escribo todos los años por navidad.
Las maletas en las casas de ahora se apilan en un altillo y no tienen dentro
ningún misterio. Las sansonites huelen a prisas de aeropuerto, a salas de
espera, a sobaquillo de ferroviario, a excursión organizada. Ya no se puede
fumar en los aviones y las azafatas nos ruegan que nos apretemos los
cinturones del alma y que no soñemos en voz alta hasta que hayamos tomado
tierra y se hayan apagado por completo los motores del dragón volador. ∆ |