La farsa continúa y yo contemplo, entre
bambalinas, el ir y venir de los actores; estoy nervioso, me sudan las
manos, dentro de unos minutos tendré que salir a escena para traicionar a
doña Alonsita. |
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OCTUBRE 2004
CAPITULO XXXII
- EL DIA DE LA EXPIACION
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
E n los circos, y el de don Pierino no
era una excepción, la categoría la concede el público con sus aplausos y con
su admiración y a nosotros nos avalaron desde el principio con entusiastas
ovaciones y críticas muy favorables. El respetable nos quería y los
compañeros nos tenían en gran consideración. Las gentes estaban
acostumbradas a ver a doña Inocencia, la mujer más gorda del mundo, al
hombre bala, al comedor de fuego, a los saltimbanquis, a la mujer barbuda,
al húngaro que se tragaba un sable y tocaba el violín, al faquir, a la
echadora de cartas, al domador de elefantes, al trapecista volador, al
misterioso funámbulo, pero nunca habían visto a un rey y a su bufón en
escena. Éramos la novedad, las estrellas, constituíamos la originalidad,
traíamos la modernidad.
Las actuaciones se fueron modelando poco a poco con el paso del tiempo y
tanto Felipe IV como yo llegamos a ser consumados actores, cómicos de
reconocido prestigio que dominábamos el lenguaje gestual, improvisábamos
chispeantes diálogos y nos hacíamos los dueños del escenario con monólogos
llenos de enjundia adobados con una pizca de melancolía. A veces salíamos a
escena y el público, a gritos, nos exigía una actuación concreta: ¡La clase
de matemáticas! ¡La muerte del bufón don Marte! ¡Los encantos de Jesusita la
Gallega! ¡El redescubrimiento de América! Tenía mucho éxito el entremés de
la abdicación de don Felipe y la coronación de don Manolito, en donde yo me
ceñía, al fin, la corona imperial y anunciaba públicamente cómo quería que
fuese España en el futuro. Felipe IV se hincaba de rodillas, me entregaba el
cetro, me rogaba que fuese prudente, dejaba el Imperio en mis manos y se
moría después, tan guapamente, entre frases grandilocuentes, movimientos
espasmódicos y suspiros exagerados y yo, entonces, me convertía en un
monarca de poder absoluto pero, eso sí, en un rey muy bondadoso y
comprensivo. Cuando era dueño y señor del escenario me gustaba repartir
tierras entre los pobres, dar limosnas a los necesitados y prebendas a los
que no tenían bienes de fortuna. Remediaba en la escena el mucho daño que
había hecho en la vida real. Era un despilfarrador de erario público que
repartía favores a manos llenas sin tener en cuenta presupuestos ni
obligaciones anteriores. A veces me salía del guión establecido y era
especialmente bondadoso con los enanitos a los que hacía grandes de España y
con los bufones, a los que convertía en aristócratas de rancio abolengo,
pues a todos les encontraba, camuflado en el zurrón del pasado, un árbol
genealógico esplendoroso repleto de bellas damas y distinguidos caballeros.
Felipe IV me miraba iracundo desde el suelo, me hacía señas poco amables y
mascullaba entre dientes: ¿Qué estás haciendo, insensato, con mi España del
alma, no comprendes que la vas a llevar a la ruina y al caos y que por tus
despilfarros de hoy los reyes del mañana no van a levantar cabeza?
Nuestras actuaciones eran un éxito pero ninguna representación teatral
alcanzaba la resonancia del auto sacramental titulado el Día de la
Expiación. Aquello era otra cosa. Algo se producía en el escenario que nadie
llegaba a comprender del todo: la ficción se trufaba de vida, el dolor
palpitaba en las sienes, el espanto regresaba con ímpetu renovado y el
horror trascendía a las gradas del público y lo dejaba paralizado y como en
trance. Nunca se había visto nada parecido en una pista de circo de las
Américas. Don Pierino solicitaba mi presencia en su carro, me pasaba el
brazo por encima del hombro y me decía mirándome directamente a los ojos:
"Ha llegado el momento". Yo me resistía, decía que no lograría superarlo y
que me fallarían las fuerzas, pero nuestro benefactor invocaba el espíritu
eterno de la farsa, el valor terapéutico del teatro, el simbolismo del circo
hasta que yo, vencido y convencido, consentía y musitaba un: "hágase,
querido amigo, su voluntad".
Todos los componentes del circo de don Pierino tomábamos parte en el Día de
la Expiación, que se convertía en un evento artístico de inusitada
resonancia. El pregonero lo anunciaba previamente para general conocimiento
de la ciudadanía, las villas se llenaban de carteles, el elefante recorría
los caminos con la noticia pintada en el lomo, la jirafa llevaba una
banderola en su cuello esbelto, el anciano león parecía rugirlo a su manera
y todos lo gritábamos por las calles y plazas: ¡La crónica de una traición!
¡Toda la verdad de un proceso histórico! ¡Acudan a ver al infame y sus
secuaces! Y yo, que hasta el día anterior había sido un héroe que repartía a
manos llenas favores y dignidades, me convertía en un ser odiado por el
público, en un miserable insultado por el respetable, vilipendiado incluso
por los más fervorosos seguidores. "¡Asesino!", me llamaban desde las gradas
los que ayer me vitoreaban con entusiasmo. "¡No tienes corazón!" gritaban
mis decepcionados seguidores.
Para mí el gran espectáculo era un día de expiación y arrepentimiento, pero,
también, de liberación tardía y si fracasaba como personaje histórico
obtenía un enorme éxito como actor. Era, sor Margarita, una forma un tanto
exagerada de pedir perdón y de hacer cuentas con el pasado y la mejor manera
de enterrar a los fantasmas que me seguían a donde quiera que fuese. Doña
Inocencia, la mujer más gorda del mundo, hacía de Fructuoso Carrasco
Bustamante; doña Mariflor, de Inquisidor Real; don Pierino se multiplicaba y
representaba varios papeles de menor cuantía camuflado con barbas, bigotes y
pelucas postizas; doña Servanda simulaba ser el cardenal vaticano Fulgencio
Benedetti; don Iñigo el desnarigado, se transformaba en doña Alonsita la
Quijana y la bella trapecista jerezana Pepita del Álamo Felgueroso, bordaba
la interpretación de Jesusita la Gallega. Y mi padre y un servidor hacíamos,
como es natural, de Felipe IV y de Manolito su bufón. Éramos los únicos, en
aquel tablado de cómicos de la legua, que se representaban a sí mismos;
solamente nosotros desandábamos nuestros pasos y regresábamos, después de
tantos años, al lugar del crimen.
Don Fructuoso Carrasco Bustamante se acerca a Felipe IV y le pregunta:
¿Quiere, su majestad, obtener el perdón de todos sus pecados y garantizarse
una espléndida y regalada vida eterna? Felipe reflexiona, piensa, y se deja
convencer por el dominico. El público se da cuenta por su mirada que la
ambición se ha adueñado de su voluntad y que nada se le pondrá por delante
para conseguir lo que tanto ansía. Los dos pactan a un lado del escenario y
por sus miradas aviesas se nota que lo que pactan no es nada bueno:, el
dominico viaja a Roma y conoce a un ser siniestro, a un purpurado
mefistofélico que quiere corromper al desdichado papa Benedicto XV para
poder adueñarse de su voluntad. Fulgencio Benedetti y Fructuoso Carrasco se
ponen de acuerdo; el primero aportará un salvoconducto para el más allá a
favor de un sátrapa mujeriego y rijoso y el segundo una mujer irresistible
para tentar a un casto irreducible. El público, al percatarse de la
conspiración, iba del ¡oh! al ¡ah! pasando por el ¡cáspita! y más de un
espectador exclamaba un ¡malditos seáis, cabrones!, que le salía del
corazón. La farsa continúa y yo contemplo, entre bambalinas, el ir y venir
de los actores; estoy nervioso, me sudan las manos, dentro de unos minutos
tendré que salir a escena para traicionar a doña Alonsita y para señalar,
una a una, a todas sus pupilas, a las mujeres que formaron parte de mi
infancia y me trataron, cada una a su manera, como una madre amantísima. Mis
compañeros notan mi nerviosismo y me reconfortan como pueden: ¡Animo!
¡Valor! ¡Así es el circo! ¡Esto es sólo una ficción!
¿A quién se le ocurrió la idea de juzgar y condenar a doña Alonsita la
Quijana? En su momento las gentes de Madrid señalaron al Conde Duque de
Olivares Godoy como el responsable de la atroz escabechina. Los
investigadores históricos adujeron complicados motivos políticos que nunca
se desvelaron del todo: la pérdida del poder, los celos, la decadencia de
España. Se decía que doña Alonsita contaba con demasiada influencia, que
tenía como hechizado a don Felipe, que la reina, las infantas y la moral
pacata e hipócrita de la corte exigía el alejamiento de Jesusita la Gallega,
la prostituta más famosa de Europa, la mujer más bella de Occidente. Otras
fuentes señalan al Vaticano y algunos consideran que el principal muñidor
del juicio fue el dominico don Fructuoso Carrasco Bustamante. ¿Mi opinión? Y
yo qué sé, sor Margarita. Estuve demasiado cerca como para poder distinguir
el conjunto, me falta perspectiva y mi padre nunca quiso desvelarme el
misterio y cuando años después le interrogaba sobre el tema, simulaba haber
perdido la memoria y exclamaba tristón y desvalido:¡Fue una locura vender a
Jesusita! Yo fui la pieza clave, el tornillo diminuto que soporta el
tinglado, mi participación fue imprescindible pero secundaria y nunca estuve
tan cerca del poder auténtico, ése que tuerce el curso de la Historia y
cambia el destino del mundo civilizado; jamás, como entonces, una
conspiración tan compleja dependió del testimonio de un bufón diminuto e
infame. Lo imagino, sí, pero parece que lo estoy viendo: el inquisidor don
Faustino Gutiérrez convoca a los conjurados y dice que se necesita un
testigo, un dedo señalador y una voz acusadora. "¿El motivo?", pregunta
Olivares. "¿Tal vez la brujería?", insinúa don Fructuoso. Jesusita la
Gallega ya está en Roma, perdida en las estancias vaticanas, extraviada para
siempre en los dormitorios de la curia que decide, con criterio práctico,
quedarse con ella y que el papa, si se condena, que lo haga por su cuenta y
con sus malos pensamientos, que se busque él solito sus perversiones. Todos
se fijan en mí. "El puede hacerlo", dice Felipe IV. El conde duque me
examina a distancia y con su experiencia en evaluar hombres y situaciones
decide que yo puedo ser el traidor, que mi jeta y mis hechuras apuntan
buenas maneras, que si me esfuerzo llegaré a brillar como maldito, que tengo
madera de miserable; el valido me recuerda vagamente, mi cara le resulta
familiar: "¿No es éste el bufón que encontré un día chamuscado y medio
muerto en mi chimenea? ¡Ha sobrevivido! ¡Ver para creer!".
La emoción de la farsa llega a su punto culminante cuando Felipe IV decide
involucrar a don Manolito en la conspiración. Salgo a escena y la gente me
mira, un breve aplauso me saluda y yo lo agradezco con una inclinación de
cabeza. El público intuye lo que va ocurrir y contiene el aliento; Felipe IV
se acerca y la ficción se confunde con la realidad y se solapan las
situaciones: "Ven, acércate". El rey me conduce hasta su trono de enea
pintado de purpurina y, como entonces, me sienta en sus rodillas y me hace
la pregunta fatal, la que cambiará para siempre el curso de nuestras vidas,
y lo hace con voz afectuosa, como un padre: "Manolito, hijo mío, ¿quieres
ser el asesino del rey?" ∆ |