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SUPLEMENTO ASTURIAS
- NOVIEMBRE 2006
Descubridores de placas |
Por Gonzalo Olmos Fernández-Corugedo
U n amigo mío, que recientemente se ha
convertido en pariente, me contó el otro día cómo la llegada del
primer televisor al escaparate de una tienda de
electrodomésticos en el pueblo de su infancia, echó por tierra
cualquier atisbo de reverencia a gobernantes y poderosos. Aquel
crío de hace unas décadas no cesaba de escuchar que tal o cuál
alcalde, gobernador civil, delegado del Movimiento, ministro o general(ísimo) había descubierto una placa, un día en el Parque
de Turón, otro en el Retiro madrileño y al día siguiente en la
nacional radial VI. Se figuraba en su candidez que los honores
que dispensaban a los próceres eran una recompensa a su mágica y
habilidosa capacidad para hallar lo que a otros estaba oculto.
Descubrir una placa vendría a ser en aquel niño algo similar a
sacar a la luz la Piedra Roseta o la Dama de Elche; cómo no
honrar, por lo tanto, al audaz arqueólogo. La creciente sospecha
que ocasionaba que siempre fueran los mismos aquellos presuntos
exploradores se confirmó con la primera televisión, al
contemplar aquel evento: simplemente se trataba de descorrer una
cortina tras la que aparecía la dichosa placa, que para más inri
tenía grabado el nombre del descubridor, acto que proseguía con
aplausos y discursos inflamados. El día del desengaño, feliz al
fin de cuentas, comenzó el principio del fin de la ingenuidad
política de aquel crío.
Unas décadas después, difícilmente se podrá producir el mismo
espejismo, vista la práctica habitual de contemplar, por las
infinitas pantallas que nos rodean, la colocación o
descubrimiento de placas en toda obra o instalación pública que
se precie. Esta costumbre, que evidentemente no es sólo
asturiana, tiene fieles seguidores en todas las
administraciones, y pocos se libran realmente de esta tendencia;
pero tiene en algunos políticos de derechas a los campeones del
autobombo. Un ex ministro asturiano metido ahora a marchante de
arte se dedicó a inaugurar prospecciones y sembrar esta tierra
de monolitos con su nombre y primeras piedras, que muchas veces
no tuvieron su segunda y subsiguientes. Por su parte, el Alcalde
de Oviedo ha alcanzado tal grado de megalomanía que ha poblado
los centros sociales de la capital de fotografías presuntamente
artísticas y al mismo tiempo presuntamente realizadas por él;
esto no es extraño en esta curiosa personalidad, que incluso
llegó a creerse en el derecho de indicar a los ovetenses cuál
debía de ser su equipo de fútbol.
Si al ciudadano se le marea, un día sí y otro también, con
oleadas de placas conmemorativas, publicidad institucional y
merchandaising oficial, lo que se acaba consiguiendo es un
cierto hastío por saturación del personal.
Volviendo al asunto, es cierto que resulta
razonable, y hasta justo, que los gobernantes muestren a la
ciudadanía sus logros y pretendan dar a conocer su gestión,
subrayando quién impulsó o finalizó tal o cual equipamiento
público. No me molestan demasiado algunas vanidades u orgullos,
si quien hace gala de los mismos tiene realmente motivos,
trayectoria y gestión que exhibir. Ahora bien, posiblemente hace
tiempo que se ha sobrepasado con creces el límite de lo prudente
en este capítulo. Si la acción política se circunscribe a un
permanente marketing electoral y se vincula exclusivamente a lo
inmediático (el palabro es de Felipe González), el espacio para
la reflexión ideológica y para la discusión de programas se
reduce correlativamente. Si al ciudadano se le marea, un día sí
y otro también, con oleadas de placas conmemorativas, publicidad
institucional y merchandaising oficial, lo que se acaba
consiguiendo es un cierto hastío por saturación del personal, y,
en el peor de los casos, una inevitable comparación entre el
representante público y el comercial de cualquier crecepelo
milagroso. No olvidemos que el líder político o el representante
ciudadano no tiene que vender nada a nadie, y ni siquiera
persuadir con añagazas, sino convencer con el uso de la palabra,
la razón, la dación de cuentas y, sobre todo, el diálogo sincero
con aquel a quien se aspira a representar democráticamente.
Urge por lo tanto una reflexión entre los partidos políticos,
sobre el tipo de lenguaje y los medios utilizados en la pugna
cotidiana. No se trata de impartir teoría política todos los
días; pero tampoco de banalizar hasta convertir la cosa pública
en un debate sobre quién lava más blanco. ∆ |
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