Invernada
Alberto Carlos Polledo Arias
La
verdad que estos días pasados, cuando más arreciaba la invernada y los
copos de nieve se exhibían con tanta rudeza que casi impedían mantener
la vista en acción, no estaba el monte para muchas alegrías. Menos aún
los picos cimeros en donde la destemplanza es más acentuada. Claro que,
como de alguna forma tenemos que matar el gusanillo los que tenemos el
vicio tan arraigado, pronto ponemos en práctica la sabiduría del
refranero y decimos que "al mal tiempo buena cara". Y si no podemos
transitar por los dos mil metros rebajamos el listón lo necesario para
poder disfrutar del entorno natural sin poner en riesgo nuestra
integridad física. Es notorio que no hace falta hurgar mucho en la
espesura para topar con lo sublime y soñar despierto. Adecuada
protección contra el frío y la nieve; en la mochila un buen bocadillo,
sin olvidar los prismáticos y la cámara de fotos por lo que podamos
atisbar y grabar. Eso es todo lo necesario para pasar un día
inolvidable. La naturaleza se encarga del resto. Hayas, robles y
castaños reverencian serviles la llegada del manto blanco. En ocasiones
tanto se agazapan bajo él que su armazón leñoso, agarrotado y reumático
no soporta tamaña inclinación. Primero un ¡ay! crujiente; después un
quejido impetuoso, dilatado y sonoro que se extiende de tronco en tronco
por el lindero boscoso; al final un chasquido y un lamento afirman el
quebranto en la fronda. Qué tendrán estos días de Gracia que los copos
no se entremezclan, descienden serenos y desfilan ante nuestros ojos en
un orden establecido para alcanzar un silencio ensordecedor. Con qué
facilidad lo escuchamos cuando la capa de armiño envuelve el panorama.
Más todavía si la neblina estrecha el cerco y cercena la visión
encubriendo laderas, cumbres y horizonte.
Por si no lo saben, todas las estaciones exhalan un olor característico,
por eso los canes ladran. El atavismo, la memoria arcaica les sustenta
recuerdos de hambre, frío y muerte.
Días
hartos de hermosura que hasta la pista maderera por la que asciendo,
otrora aterradora, parecía hermosa engalanada por la nieve recién
recostada sobre el panorama. La ruta, con desparpajo y sin complejos, se
eleva con apremio entre troncos fantasmales de castaños centenarios
mientras echa la ojeada postrera a un pueblo que se estira a la par que
el río. La presión atmosférica está por los suelos y el humo de las
chimeneas se hacina entre las casas. Amortiguados por la neblina escucho
el ladrido de los perros que olfatean el invierno; por si no lo saben,
todas las estaciones exhalan un olor característico, por eso los canes
ladran. El atavismo, la memoria arcaica les sustenta recuerdos de
hambre, frío y muerte. Por eso aúllan: para ahuyentar las alimañas, los
días cortos y el bálsamo escarchado que perfuma el valle.
La gran nevada consiguió borrar cualquier vestigio de vida; ni una sola
huella pervive en el tiempo. Los rastros de la noche se eclipsaron bajo
un manto blanco que no deja de crecer; tan sólo las pisadas frescas de
algunos ungulados que mantienen su impronta unos minutos, revelan que la
vida no se detiene porque las nubes se explayen y el sol remolonee en la
noche. Aunque ellos mismos se delatan: el hielo roto, bien troceado
entre barro arcilloso, confirma la presencia reciente de los jabalíes
que acicalaron sus cerdas en este lodazal. Casi no amaneció y el bosque
ya duerme, por algo será. El frío es extremo y la comida escasea; no
queda más remedio que resguardarse en la espesura y ahorrar energías
para una próxima jornada en la que hay que luchar sin tregua para
sobrevivir. Lograr comer y no ser devorado es el primer mandamiento de
un medio equilibrado.
No falló el pronóstico meteorológico, el cielo encapotado y plomizo
hacía horas que presagiaba un endurecimiento del vendaval. Por eso,
cuando comenzó a descargar sin rubor su equipaje blanco, no tuve más
remedio que hacer un alto bajo la protección de un acebo para evitar su
acoso. En ello estaba, silencioso y gozando del instante, cuando a menos
de cuarenta metros asomaron la jeta cuatro jabalíes de no menos de tres
años y unos sesenta kilos por cabeza, que venían hocicando por el hayedo
en busca de alimento. Como no les daba aire y su visión es menguada,
prolongaron la ruta sin percatarse de mi presencia hasta llegar a menos
de cuatro metros del lugar en el que yo estaba tan quieto y callado como
una estatua. Fue en ese momento cuando, entre labios y muy suave, emití
un tenue sonido que les puso en alerta. Uno por uno, del primero al
último, levantaron sorprendidos el morro, me examinaron durante unos
segundos y sin excesiva prisa se alejaron monte a través hasta ocultar
su silueta entre las hayas heladas.
Quién les iba a decir que, por una vez y a pesar del despiste que
llevaban habían salvado el pellejo. No es frecuente ni fácil pillarles
en semejante renuncio pues pronto serían botín de los cazadores. Pero
qué alegría da poder contemplar animales salvajes así de cercanos. Al
igual que los humanos -sobre todo cuando se entremezclan razas,
civilizaciones y religión- si no ventean agresión o temor y presienten
cariño y respeto, aunque cautos, se dejan querer y ver. ∆ |