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SUPLEMENTO ASTURIAS  -  DICIEMBRE 2003

OPINION

Paisaje
Alberto Carlos Polledo Arias

Para cualquier persona ajena a la apreciación directa de la naturaleza, el término paisaje corresponde a una porción de terreno que se presenta ante un observador. No perdemos todo el valor de ese espacio, pero lo rebajamos de intensidad, si lo contemplamos en una pantalla de cine o televisión. Nos aproximamos más a su encanto cuando nos acercamos hasta la costa, sin posar los pies en el arenal ni olfatear en directo los mil aromas del mar, o vislumbramos sierras y cordales, sin pisar un falléu, una campera o una cumbre, desde el confort del coche. Comenzamos a disfrutarlo cuando nos alejamos de la carretera para tomar veredas y sendas alejadas del mundanal ruido. Qué deleitosas esas excursiones compartiendo la ruta con los compañeros de caminata; aunque nada comparable a la interpretación de la naturaleza cuando vamos descifrando sus mensajes al andar. Es que en Asturias, como en cualquier otro lugar, acercarse al monte para escuchar su sinfonía y formar un todo con ella requiere un estado de ánimo que declare unión de hecho entre persona y entorno.
Vamos a realizar, paso a paso, una travesía por la Cordillera Cantábrica, en un viaje sosegado, sin destino geográfico inmediato, hermanado en belleza con cualquier rincón de nuestro entorno; sin nombres, cotas o pueblos. Un recorrido por nuestra geografía fabulado desde el refugio del hogar un día de perros, uno de esos que te impide salir a disfrutar sus maravillas, pero que sirve para calmar las ansias de degustarlas.
Claro que, para respetar la fecha del calendario, debemos de comenzar este trayecto fingido cuando la nieve se arrastra por las laderas tiñendo de blanco los pastizales cercanos al pueblo. Falta casi una hora para que las primeras luces se afiancen sobre este grupo de casas, en el que sólo dos lares escupen humo por sus chimeneas. Después de conversar un rato con el lugareño que atiende, en la tibieza de la cuadra, una vaca recién parida, iniciamos nuestra excursión. Fresnos, avellanos, robles y castaños escoltan un camino empedrado que pronto se arrima a un cauce de aguas transparentes. Para cambiar de orilla lo atravesamos por un anciano pontón de madera que, en época de deshielo, se mimetiza con la corriente. La escarcha de los prados presagia una jornada luminosa cuando las primeras luces se filtran por el falléu que esconde entre sus matas lo más granado de la fauna asturiana; el estiércol de corzo, venado y jabalí que vemos sobre la hojarasca así lo atestigua. Tejos y acebos diseminados por el boscaje proclaman la existencia de algún cantadero de urogallo que deseamos ver invadido por los sonidos del amor la próxima primavera. Unas torcaces rompen el mutismo del bosque con su vuelo fornido, a la vez que un arrendajo chivato delata nuestra presencia insolente. La mata de acebos se espesa en un falso rellano cuando los tempranos rayos mañaneros abrillantan el fruto rojizo prendido a retorcidas ramas; bajo su manto, que cierra el paso a la nevada, se cobijan, cuando los rigores del invierno se adueñan del panorama, los animales del bosque: su hábitat les proporciona refugio, alimento y calor.

En Asturias, como en cualquier otro lugar, acercarse al monte para escuchar su sinfonía y formar un todo con ella requiere un estado de ánimo que declare unión de hecho entre persona y entorno.

Unos peñascos huraños, bajo los que encama una piara de jabalíes que inician la huida cuando se aperciben de nuestra presencia, nos sirven de balcón para contemplar el falléu que terminamos de atravesar. Qué disparidad de paisaje encierran las cuatro estaciones. El bosque invernal desnudo, gris, transparente, se torna verde, vivo y opaco cuando la savia se dispara por sus raíces hasta la canícula y da acceso al periodo del arte; a la estación de los artistas del pincel que, a veces se aproximan al colorido otoñal, pero nunca lograrán vivificar el ocre, el amarillo, el naranja, el oro, el verde, el gris, el azul, el violeta; todo el arco iris explota rotundo para alcanzar un grado de belleza inútil de reproducir.
Por estas latitudes y por otras contiguas no hace tantos años paseaba sus reales el oso; una especie, hoy, junto con la del urogallo, en peligro de extinción. Alguna primavera, no muy lejana, contemplamos su silueta adelgazada por el letargo invernal; también se dejaba ver en la sazón del arándano, en ocasiones, alrededor de chozos y cabañas que conforman esta braña a la que ascienden los vaqueros a controlar su ganado. Quisiera certificar la presencia del plantígrado actualmente, si bien, por desgracia, temo que haya abandonado para siempre estos parajes. Me olvidaba del lobo que, aunque le gusta pasar desapercibido, también merodea estos lugares. Él mismo se encargó de recordármelo al dejar los excrementos sobre una piedra al borde de la senda nevada. La dieta se conoce que es rica en este momento, la abundancia de corzos, raposos y jabalíes garantizan una alimentación copiosa y el pelaje de alguno de estos se entremezcla con las heces. Él no lo sabe, pero, cuanto menos engorde a costa de los animales domésticos, mayor será su certeza de futuro.
La brisa se acentúa por esta altura. Relleno la cantimplora en la fuente cercana y me siento a comer el bocadillo al resguardo de una cabaña sin trabas para penetrar en ella. Mientras repongo fuerzas vuela la imaginación a tiempos remotos en que estas edificaciones multiplicaban la vida; cuántas historias encubrirán estas piedras añejas que cerraban a un tiempo cuadra, cama y amor. Tanto de lo último que, en la alta Edad Media, hasta la iglesia se implicó en el tema para evitar los excesos amatorios.
Es ahora cuando llega la parte más empinada del recorrido. Las paredes, que descienden con brusquedad sobre la braña, se estiran por la ladera aminorando su verticalidad. La nieve, en buen estado para el caminante, permite ir zigzageando hasta alcanzar lo alto de la sierra que divide las dos provincias. En esa atalaya privilegiada la vista se topa con dos abanicos encontrados en el eje de un acordeón de cumbres que pugnan sin desmayo: unas para reflejar sus cimas en el azul del mar; otras, por el contrario, quieren diluirse en el vano de la meseta. No hay duda, estamos en el centro de la vida: en el reino del águila, del buitre, del rebeco y la libertad. Luchando por la naturaleza y su conservación dotaremos de vitalidad a la Madre Tierra y afianzaremos el porvenir de nuestros descendientes. Que así sea. ∆

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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