La voluntad del gobernante debiera nacer del deseo de
éste por servir, por tiempo limitado, a sus conciudadanos y en aras
siempre de ejercer su responsabilidad individual frente a los demás |
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MARZO 2008
DEMOCRACIA SEDENTARIA
Y EXCEDENTARIA
POR JOSE ROMERO SEGUIN
Cuando
hablamos de la crisis que sufre la democracia, nos complace abismarnos en
profundas consideraciones: sociológicas, filosóficas, políticas,
económicas... En cuestiones, en fin, difusas por la amplitud de conceptos
que en ellas se manejan, relacionados todos, qué duda cabe, con cuestiones
concretas de la insana deriva en que ésta navega, pero también con aquellos
que están directamente ligados a su natural desarrollo en el seno de las
sociedades que la han elegido como fórmula de gobierno y modelo de
convivencia. Sin embargo, y por extraño que parezca, el principio de todos
sus males tiene su origen en una silla. Quien dice silla, dice cualquier
aparato capaz de sostener las nalgas de un ciudadano en una postura tan
cómoda que sea capaz de hacerle olvidar el motivo que lo llevó allí.
Una humilde silla, cómo imaginarlo, pero así es. En ella nace el principio
del fin de esta magnífica doctrina política, y es que el día en que alguien
halló cómodo asiento en la plaza, frontón o descampado donde se reunía junto
con sus conciudadanos, a fin de tratar asuntos comunes, ésta dejó de ser
asamblearia para convertirse en sedentaria. Una disposición que lógicamente
benefició al sentado a la hora de debatir sobre el asunto que allí lo había
llevado, pues mientras él descansaba los demás eran presa del cansancio, lo
que motivó que la razón del sentado fuese confundida con la razón del
sensato. E inevitablemente tanta sensatez sentada condujo al pueblo a la
insensatez de pensar en instaurar en el seno de la misma a una aristocracia
sedentaria, a la que encargar la resolución de sus problemas, es decir, los
partidos políticos. Pasando, en tan desafortunada pirueta, el soberano
"Demo-" a ser una mera "demo" de soberanía subvertida y pervertida por esa
oligarquía de sentados que no tardaron en dar el salto, sin bajarse de la
silla, hacia otras comodidades de mayor enjundia. Desde ese momento no hubo
palacete que les fuera suficiente, ni ornamento que se le antojara excesivo
a la hora de amueblar y decorar los parlamentos y su egregia estampa. En una
palabra, que hicieron de la decisión, oficio bien remunerado y mejor
posicionado para medrar más allá de la siempre exigua nómina funcionarial.
Una silla, una pared, un tejado, una puerta, un ujier uniformado, un
uniforme para velar por su seguridad, en fin, una "institución" y con ella:
el fin. Porque una institución, nos guste o no, supone el fin de toda idea,
el desfallecimiento de todo sueño, el fallecimiento de la participación como
modo de gobierno; la derrota, en definitiva, de lo esencial frente a lo
falsamente necesario. Así fue, así sucedió, en ese orden, y desde ese día la
importancia dejó de residir en la decisión adoptada, en el acuerdo pactado y
decretado, para hacerlo en la vestimenta mueble e inmueble de ésta. Es más,
llegó a convertirse como por arte de magia, la de la ambición y la de la
estupidez, en objeto de adoración. Y es que poco importa un parlamentario,
al fin y al cabo un buen sentado lo es cualquiera, pero un parlamento es
otra cosa, es ese lugar en el que se recrea toda esa roña elitista que ha
ido manchando hasta la náusea al sistema político por excelencia, hasta
llegar a convertirlo en el beato laico de las instituciones y sus lujosas
guaridas.
De esos polvos vienen estos lodos y es que ahora, no conforme con ese
crónico sedentarismo que la desnaturaliza, se embarca en el desvergonzado
excedentarismo que la maldice y a nosotros abochorna, al convertir al
sentado en un mero tratante de voluntades que no duda en comprar el derecho
delegado con el solo objeto de seguir atado a la silla y en el seno de la
institución, a la sombra de sus suculentas dignidades y prebendas.
La voluntad del gobernante debiera nacer del deseo de éste por servir, por
tiempo limitado, a sus conciudadanos y en aras siempre de ejercer su
responsabilidad individual frente a los demás. Sin embargo, hoy por hoy la
voluntad no la conforma el afán de servicio sino el de servirse, pasando a
ser la asistencia que se presta el pretexto para alcanzar el poder y a ser
posible mantenerlo.
El ciudadano, por el contrario, surtido de regias instituciones y en la
confianza de que ellas han de dar por sí solas respuesta a todos sus
problemas, se deja ir en la palabrería de los oficiantes de la liturgia
democrática. Se deja querer en un negocio en el que él lo pone todo, pese a
que en el embaucador juego de los trileros tiene a menudo la percepción de
que gana, cuando lo cierto es que pierde siempre, pues aún obteniendo en
ocasiones derechos y beneficios superiores a otros de hombres y mujeres, con
tal actitud no hace sino corromper el sano espíritu que debiera animar a
cualquier sistema político que se precie de ser progresista y respetuoso con
los derechos y deberes del hombre, desde una perspectiva de igualdad social
y de respeto a su singularidad. § |