En aquella habitación
que no existía no
habitaban los ratones
sino el miedo a los ratones, el terror a lo desconocido,
el espanto del futuro.
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JULIO 2008
- EL
CUARTO DE LOS RATONES -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
Era
una habitación llena de miedo, amueblada con alaridos, decorada con
terrores, recordada con sudores fríos y una cierta nostalgia surrealista:
"¡Aquellos sí que eran miedos!", decimos ahora que además del miedo a los
ratones nos asusta la llegada inoportuna de la cuesta de enero, el rostro
adusto del señor director, las peticiones de la patronal, las debilidades
del sindicato. Ahora que sabemos lo peligrosos que pueden ser los dragones
de verdad, los que pueden arruinarnos la vida para toda la vida, echamos de
menos como tontos los terrores de la santa infancia y los pecados del día
que hicimos la primera comunión.
El cuarto de los ratones no era un cuarto propiamente dicho; en aquella
habitación que no existía no habitaban los ratones sino el miedo a los
ratones, el terror a lo desconocido, el espanto del futuro.
El miedo de los niños siempre viene de fuera y poco a poco; lo traen la
mujer del portero, la asistenta que viene del pueblo, el repartidor de
ultramarinos, el vecino. El miedo del niño no es el miedo al tigre del
cáncer sino al ratón del cuarto de los ratones; no teme al ministro de
Hacienda sino al coco, al hombre del saco, a la bruja pirulí, al
sacamantecas y hay, además, niños píos y con vocación de santos, que temen
al Diablo y exclaman aterrorizados:"¡Ahí viene Satanás con sus pompas y
vanidades!", y le dan tan ricamente y en su inocencia, un corte de mangas al
maligno. El miedo es libre y no tiene edad ni respeta las clases sociales;
el miedo se cuela por las rendijas y nos quita el sueño, nos inmoviliza, nos
empequeñece, nos atenaza. Sólo hay una cosa peor que el miedo, y es el miedo
al miedo; el terror anticipado que sentimos a no poder dominar el pánico y a
que los demás se percaten de que seguimos siendo los mismos y tememos más
que nunca al hombre del saco, aunque ahora nuestro miedo es al saco y no al
hombre que lo lleva, al colesterol y al porvenir que el saco lleva dentro, a
la incertidumbre y a la duda, al vaya usted a saber lo que tiene este saco,
al saco bomba y a la bomba del saco, que lo que mata es el saco y no el
pobre hombre que lo lleva; que el coco es un mandado, un mensajero del
miedo, un cartero que siempre llama dos veces y al que hay que firmar el
recibí en el libro registro, que Dios, cuando nos manda el futuro y el
miedo, nos lo manda siempre certificado y con acuse de recibo; que los
dioses son muy serios cuando reparten al buen tuntún catástrofes, desgracias
y anatemas.
Mi nieto Dositeíño, como es hijo único y además el pobre no tiene primos,
busca por la casa la habitación de los ratones para meterse dentro y jugar
con ellos. Los niños de ahora nunca han visto un ratón, ni una vaca, ni un
cerdo. Conocen perfectamente al oso panda, al gorila albino, al bisonte
americano y a los animales en peligro de extinción, pero no saben nada de
los airosos andares del cochino, ni del canto desgarrado del gallo de la
pasión. Tienen cultura de zoo, información televisiva y saben que si algún
día encuentran en el pasillo la entrada al cuarto de los ratones y se meten
dentro, los que de verdad se van a morir de miedo son los pobres roedores
porque el niño los esclavizará para siempre, los meterá en una jaula con la
misma crueldad con que recluye a los grillos, los transformará en ratones
blancos, en hámster, les quitará la listeza de los ratones colorados y la
vocación libertaria, les cortará la cola, los alimentará, les garantizará el
futuro y les hipotecará el porvenir. O sea, les meterá el miedo del hombre y
al hombre en el cuerpo.
Los únicos miembros de la familia que creemos en el milagro del cuarto de
los ratones somos Dositeíño y un servidor, por eso buscamos la entrada del
laberinto aunque cada uno lo hace por un motivo diferente: Yo busco los
miedos de mi infancia, porque con los años he empezado a echarlos de menos,
y él un amigo con quien jugar; los dos vamos despacito por el pasillo y
aunque parecemos una pareja de escépticos, la verdad es que compartimos el
camino, el tiempo y la esperanza. § |