Esperar me mata. Pienso: ¿de dónde saqué yo que
había que esperar? ¿Quién me dijo alguna vez que me dejara en manos del
azar, del destino, de las conjunciones planetarias, de los pálpitos, de las
casualidades de la vida, de la pura chiripa? |
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ENERO 2008
LA ESPERA
POR CAROLINA FERNANDEZ
Sonó
el despertador, di tres vueltas en la cama y aterricé en el suelo con un
enredo de mantas, sábanas y mala leche. Enseguida me di cuenta de lo que
ocurría. Ni el aturdimiento inicial pudo esconderme la certeza de que
éste que ahora comenzaba iba a ser uno de esos días en los que, sin
saber qué razones son las que mandan, algo fundamental iba a suceder.
Seguro. Estaba ahí. Un cambio, un giro, un vuelco. Algo. Quizá lo que
llevaba tanto tiempo esperando. Lo podía oler. Estaba en el aire y yo me
moría de impaciencia.
Todo eso lo vi en el mismo instante en que miré el despertador. Estaba
claro. El día comenzaba ya a mostrar señales inequívocas. El relojito
impertinente, siempre tan exquisitamente puntual, revestido de ese halo
de luciérnaga, me decía que eran las siete cero siete, lo que no es
habitual. Verán: yo pongo el despertador a las siete cero cinco o a las
siete diez, pero jamás a las siete cero siete. Evidentemente, era un
signo de que algo extraordinario había sucedido durante el sueño, algo
que iba a alterar el ritmo de los acontecimientos. Ahí, ahí, ahí.
Latiendo. A punto.
Salgo a la calle y el portero me saluda. Lo miro de reojo mientras
atravieso el portal. Simula atender concentradamente el reparto del
correo, pero a mí no me despista. El sabe. El nota. El intuye como yo
que algo fuera de lo común me espera hoy. No importa que quiera
disimular. Hace un día agradable. Sol mañanero. En la parada del
autobús, una anciana con cara de anuncio de infusión de té me mira con
la sonrisa puesta, y hace un leve gesto de asentimiento, con
condescendencia, con comprensión, con esperanza. Gesto leve, cierto,
pero diáfano para mí en un día como éste, en el que las estrellas y
todos los astros del cielo están confabulados para hacerse a un lado,
dejar hueco y que el milagro se produzca. Algo similar ocurre en los
minutos siguientes. El autobús llega, subo, y el conductor alza la vista
y me mira con complicidad, los pasajeros cuchichean a mi paso, un hombre
se levanta y se dirige a la salida: me cede el asiento. Yo me encuentro
exultante, eufórica, a punto de estallar. Tengo la sensación de que
todos tienen cierta envidia de mi suerte, comprendiendo lo que hoy va a
ocurrir. En el trabajo los saludos tienen un calor especial, una taza de
café sobre mi mesa y hasta el jefe me grita con una cordialidad
inusitada.
¿Qué va a ocurrir hoy?
Durante todo el día aguardo. Llega la tarde y aguardo. Al terminar el
turno, dejo, como siempre, la taza con los restos del café que me
encontraré al día siguiente. Cojo el autobús de vuelta. El conductor no
sonríe. En realidad tiene puesta una mueca neutra, petrificada, que lo
mismo le vale para despachar el cambio que para comprobar un bonobús.
Está cansado como yo. Un hombre que se levanta con desgana, pulsa el
timbre y se baja en su parada. Yo ocupo su sitio. Los ojos que
fugazmente se posan en mí, miran sin ver, no enfocan, se pierden en un
mar de aburrimientos y cansancios. Todos queremos llegar a casa. Quizá
todos, como yo, esperaban hoy un pequeño milagro. En la parada de
autobús, la misma anciana de la mañana espera su enlace con gesto hosco,
aterida de frío y, es evidente, sin ganas de conversación. Es una noche
de helada. No hay portero, la garita está vacía. Subo en ascensor y
llego a casa desesperanzada. Cansada de tanta espera. El despertador,
ahora lo veo, estaba conectado a las siete cero siete…
Esperar.
Esperar me mata.
Pienso: ¿de dónde saqué yo que había que esperar? ¿Quién me dijo alguna
vez que me dejara en manos del azar, del destino, de las conjunciones
planetarias, de los pálpitos, de las casualidades de la vida, de la pura
chiripa?
Quizá hoy, si hubiera hecho algo más que esperar, el cambio sí se habría
producido.
Mañana, otra oportunidad. § |