Cuando mi hija llega a casa sofocada de tristeza y
desgrana el rosario de desencantos diarios, nosotros, padre y madre, nos
arrancamos con la monserga: "Bienvenida al mundo real", "así es la
vida"... |
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ENERO 2008
EL
TRABAJO DE MI HIJA
POR JOSE ROMERO SEGUIN
En
la empresa que trabaja mi hija nadie quiere enlace sindical, para qué si
trabajan una media de diez horas diarias y cobran seiscientos euros al mes.
Los convenios en la empresa de mi hija los redacta la patronal siguiendo las
más justas cláusulas de rentabilidad.
Los socios de la empresa de mi hija son hombres honrados, honorables y
buenos padres de otros hijos, que acuden satisfechos al reparto de los
suculentos beneficios.
Mi hija recorre cada día centenas de kilómetros con su coche para recabar
información en una decena de municipios con la que después cubrir las
páginas que demande la publicidad. Se me olvidaba, mi hija es periodista.
Mi hija y sus compañeros realizan trabajos de redactor, pero en su contrato
figuran como ayudantes de redactor: en algún lugar habían de descansar.
Los jefes de la empresa de mi hija antes de hacerse cargo del periódico eran
propietarios de una guía publicitaria. Hoy, deformados por el pretérito
oficio, siguen hallando en la esquela la mejor noticia.
Los jefes de la empresa de mi hija le exigen sencillez en el lenguaje
pretextando el bajo nivel cultural de sus lectores, cosa distinta son los
anunciantes, merecedores todos ellos de dignidades sin parangón.
El periódico para el que trabaja mi hija sale a la calle subvencionado por
la Diputación, razón de más para que su presidente tenga siempre una página
al servicio de la primera insustancialidad que se le ocurra o haga y un
sesgo partidista en todas las demás.
En el periódico que trabaja mi hija no existe la censura, tampoco la
pluralidad.
Los jefes de mi hija son incapaces de valorar en su justa medida la
profesional redacción de una noticia, pero ventean con fino olfato la más
remota posibilidad del perjuicio que la honestidad de ésta le pueda
ocasionar.
A mi hija le gusta su oficio y no le faltan ganas, pero la veo ir y venir
triste. Tiene veintitrés años, apenas lleva dos trabajando y parece que
llevara cuarenta y seis.
El trabajo de mi hija lo juzgan jueces que lo más que han hecho en esta vida
es verduguear.
A mi hija se le exige, como es lógico, profesionalidad y responsabilidad. Y
ella clama porque se le permita ser lo uno y lo otro, por respeto a sus
lectores, al oficio y a su dignidad.
Cuando mi hija llega a casa sofocada de tristeza y desgrana el rosario de
desencantos diarios, nosotros, padre y madre, nos arrancamos con la
monserga: "Bienvenida al mundo real", "así es la vida", "hay que aprender a
convivir con la injusticia"... Le soltamos a modo de remedio un universo de
sandeces en las que no creemos, pero que reconocemos como necesarias por lo
irremediable del problema. Y lo hacemos con la solemnidad de quien cree
haber descubierto en tan desafortunadas y caducas fórmulas una pequeña
filosofía, cuando no son sino las grandes estupideces de siempre, ésas que
nos van devorando en lo individual y en lo colectivo.
Mi hija, intuyendo entonces que no hay tregua, baja la cabeza o deja
deslizar la mirada a través de las cosas, en una palabra, se ausenta para no
seguir sintiendo crecer en ella la desesperanza. Mientras, nosotros nos
morimos de pena por no tener mejores noticias para ella, por no invitarla a
una rebelión que se nos antoja imposible, por no animarla en una batalla que
sabemos perdida de antemano. Llega a ser tanta la mala conciencia que se
agolpa en nuestro interior que buscando aliviarla le decimos: "Hay que
prepararse más", "hay que moverse, no te estanques, busca, manda el
currículum", "...tú no te calles, cuando tengas razón no te calles, ...con
educación, siempre con educación, le dices lo que piensas".
El pírrico espíritu de las consignas lleva inscrito el amargo bálsamo que
representan, tanto es así que se recitan sin otro afán que el de conformar
una bonita esquela con la que hacer saber al grupo familiar que quien no se
conforma es porque no quiere, y ella lejos de alzar la voz y decirnos: "Iros
por ahí", escribe con el pulso firme de su voz un sencillo texto, entendible
por todos, todos en el fondo lectores poco aventajados de su periódico, con
el que sostener la sombría imagen que de nosotros se vierte por el suelo de
la cocina. De ese modo remedia ella la angustia y nosotros nos angustiamos
con otras palabras y otros temores que nos hablan de lo terribles que
podemos llegar a ser en el nombre de la responsabilidad y el deber de
preservar al precio que sea su brillante futuro. |