La
corrupción en los ayuntamientos
© Juan Peláez
(*)
La corrupción es una pandemia.
Sobrepasa al individuo, desborda a las instituciones y todos somos
culpables de su existencia.
No es un proceso, sino un estado en el que nuestra sociedad se halla
asentada.
Vivimos en la idea de que el mercado y sus flujos financieros son las
únicas opciones y fuera de ellos, el caos. Una de las capacidades de
esos flujos, como mantiene el filósofo Josep M. Catalá, es la de
disociar los actos humanos en dos esferas desconectadas en el plano
espacial pero ligadas en el de la moral, en la del acto y su
consecuencia. Entre una decisión del Fondo Monetario Internacional y la
muerte de miles de personas por hambre años después no hay aparentemente
una relación. La distancia burocrática es tan grande entre los que
deciden y los ciudadanos, que parecen no existir culpables.
No entenderíamos tampoco el proceso de las corruptelas sin tener en
cuenta el individualismo. Vamos hacia una sociedad que no es la suma de
individuos que la componen, sino que el ser humano es un punto aislado y
desprotegido. Se gestionan los países como si fueran unidades económicas
en la que las personas son clientes, usuarios, pero jamás padres,
madres, minusválidos, enfermos… Cada uno es responsable de su propia
supervivencia social sin que la colectividad le ampare.
Asistimos a la creación de una clase política que constituye una manera
de destacar de la masa, de conseguir un prestigio social y de asegurarse
un puesto de trabajo. Para su desempeño, las exigencias de formación y
currículo son mínimas. Así los políticos presentan tres sentimientos que
llevan directamente a la corrupción. Se sienten omniscientes. Como
tienen acceso a mucha información creen saberlo todo. Omnipotentes,
pueden llevar a cabo todo lo que quieran. Invulnerables porque se creen
protegidos por enormes equipos de asesores, consejeros, coordinadores o
por el propio partido. Cada vez existen más problemas para que personas
cualificadas e íntegras se presenten a las elecciones locales. Se supone
que los políticos son una clase corrupta e intentan acceder a los cargos
para corromper y ser corrompidos. Un estado de ánimo social nada
positivo para la democracia.
Así, es normal que el nivel de confianza del ciudadano en las
instituciones sea bajo. Nada parece que pueda ser cambiado.
Los políticos presentan tres
sentimientos que llevan directamente a la corrupción: se sienten
omniscientes, omnipotentes e invulnerables.
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Partimos de la idea que
corromper es alterar una cosa haciéndola mala o impura. En 1994 los
ministros de la Unión Europea establecieron que la corrupción minaba la
confianza en la democracia, atentaba contra la primacía del derecho,
desconocía los derechos humanos y ponía en peligro el progreso social y
económico.
Este marco de individualismo, de políticos desvinculados de su función
social, desprovistos de la culpa que pueden producir sus actos, de
empresas con gestores sin escrúpulos, da las referencias para comprender
la corrupción en los ayuntamientos.
La modernización de las administraciones no ha venido acompañada de
sistemas de vigilancia, de control y lucha contra el fraude. Estamos en
una época en la que el corrupto es mucho más sofisticado, se ampara en
el tráfico de influencias, en el lobby, en la información privilegiada,
en la arquitectura financiera.
Las investigaciones de los casos de corrupción raramente parten de los
fiscales, sino de las denuncias de algunos medios de comunicación. Casi
nunca de informes de los funcionarios públicos. Tienen miedo a emitirlos
por las presiones de los partidos y los políticos. El mobbing, el acoso
laboral ha ascendido en España hasta límites increíbles. Es difícil ver
a un ministro en el día a día, pero es muy sencillo toparse con un
concejal a cada momento en el puesto de trabajo.
En los ayuntamientos el dinero puede llegar de forma fraudulenta a los
políticos y sus partidos no sólo por la vía del urbanismo, sino también
por planes de empleo, los contratos de servicios, subvenciones… Nada más
basta observar los árboles genealógicos de algunas instituciones para
darse cuenta de los entramados financieros.
La corrupción implica a largo plazo más carga impositiva sobre los
ciudadanos. Tendrán que pagar más para conseguir cada vez menos.
La sociedad civil en España está desestructurada. Existe un bajo nivel
de asociacionismo y los medios locales no pueden ser muy activos. La
financiación de este tipo de periódicos, radios o televisiones muchas
veces está ligada a la publicidad de los ayuntamientos. El político sólo
tiene que retirar una campaña de información sobre los impuestos
municipales, fiestas… para que ese mes el medio en cuestión pueda tener
problemas financieros.
Los abogados, los poderes judiciales parece que tampoco están exentos de
culpa. Ningún colegio profesional ha expulsado a ninguno de sus
miembros, abogados, procuradores, jueces, fiscales, cuando están
vinculados con claridad a fenómenos de corrupción. La arquitectura legal
y financiera que llevan a cabo los políticos sólo es posible con el
concurso de este tipo de profesionales.
¿Existen propuestas de soluciones a la corrupción?
El miedo al fracaso es uno de los elementos más poderosos que se ha ido
inculcando a la sociedad. No se desea explorar nuevas soluciones. Supone
enfrentarse a los corruptos y a las grandes tramas de partidos
políticos, empresas, asociaciones, fundaciones… Es necesario invertir en
la educación, en los valores de las futuras generaciones para que
comprendan que la corrupción no es un fin, no es una vía, es un cáncer
social. §
(*) Autor de la
novela sobre la corrupción "El pinar del alcalde" (Editorial Kaislas) •