Hoy el político no es un
ciudadano que cree saber interpretar la voluntad de sus conciudadanos,
sino un ejecutivo que busca ser intérprete y voluntad de todos ellos; un
profesional en suma, y como tal se comporta. |
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SEPTIEMBRE 2007
¿CIUDADANOS?
POR JOSE ROMERO SEGUIN
Ciudadano:
"Habitante de las ciudades antiguas o de Estados modernos como sujeto de
derechos políticos y que interviene, ejercitándolos, en el gobierno del
país." Con estas palabras los define, en su tercera acepción, el Diccionario
de la Real Academia de la Lengua Española. Refiriéndose a él con soberanas
redundancias en la primera y segunda, con flagrante bonhomía en la cuarta,
al definirlo con un lacónico: "Hombre bueno." Y cierto anacronismo en la
quinta al afirmar: "Aquel que en el pueblo de su domicilio tenía un estado
medio entre el caballero y el trabajador manual."
De todas ellas juzgo que tiene especial interés la tercera por ser ésta la
que más lo aproxima a la idea que hoy se tiene de él, de nosotros, de todos:
tomados lógicamente de uno en uno. Porque un ciudadano es siempre un hombre
bueno, ya que en caso contrario dejaría inmediatamente de serlo para
convertirse en otra cosa que nada tiene que ver con el candor que se infiere
de tal expresión.
Quedémonos por tanto con la idea de que un ciudadano es aquel individuo que
como sujeto de derechos políticos los ejercita participando en el gobierno
del País. Suena bien, ¡verdad!: a sufragio universal, a urna, a decisión, a
compromiso; a nobleza sin adarve, caballo ni blasón; a igualdad en lo bueno
y en lo malo, a ciudadanía: casi nada. Queda pues sentado lo necesario que
es y la real necesidad que tenemos de contar con ciudadanos. La cuestión,
llegados a este punto de madurez democrática, radica en saber si de verdad
se necesita una asignatura para educarnos en tan natural arte, o sería
suficiente la libertad de pensamiento y el ejemplo de quienes nos preceden y
educan en tan magnífico ejercicio. Qué mejor asignatura que la que nos
proporcionan esas dos esplendorosas velas, con las que a buen seguro serían,
no tardando, muchos más los ciudadanos que los meros votantes que ahora
somos. Pero cabe preguntarse si quieren de verdad los políticos ciudadanos
frente a las urnas o sólo votantes, o sólo forofos: seres capaces de moverse
por instintos alejados de la razón y hasta del más elemental sentido común,
que votan contra el otro en la que creen la mejor forma de expresarse a la
hora de ejercer su responsabilidad.
Hoy el político no es un ciudadano que cree saber interpretar la voluntad de
sus conciudadanos, sino un ejecutivo que busca ser intérprete y voluntad de
todos ellos; un profesional en suma, y como tal se comporta, no busca por
ello la razón, sino hacer buenas sus razones, aunque sea sólo a fuerza de
contraponerlas en su torpeza con la aún mayor torpeza del adversario. Para
qué quiere, por tanto, un político un hombre al que anime en su actividad
social la libertad de pensamiento y el vivo ejemplo de quienes los preceden
y tutelan. Para ver, tal vez, cómo desbarata sus sucios manejos, sus
mentiras, su falta de respeto hacia esa libre voluntad que el ciudadano le
ha otorgado para fines más honestos. Para sentir su mirada ajena de toda
ofuscación penetrando en su descaro. Y lo que es peor, para ponerse en el
brete de tener que dar ejemplo, cuando se puede agavillar un puñado de
buenas intenciones, siempre del pelaje de su clan, en un libraco infumable
que endosar de verano a verano a los chavales a fin de que sean mañana
ciudadanos de manual.
No todo se puede hacer por decreto ni decretar, porque ser en dignidad no es
algo que se pueda memorizar sino que hay que ejercitarlo día a día y en
todos y cada uno de nuestros actos. No se puede aprender a ser ciudadano a
media jornada, y según el saber y entender del gobernante de turno. Es más,
ni aún según la libre interpretación del profesor que nos toque, sino como
ejemplos vivos que unos y otros son de lo que es o no es un ciudadano.
Porque ahí estriba la cuestión, para ser un buen ciudadano hay que
visualizarlo en el trato que se te dispensa y se le dispensa a los demás, y
no en la aséptica, fría y acaso esperpéntica interpretación de un texto.
La religión, todas, deben salir de las escuelas, pero en su lugar no puede
entrar la desgana de una educación dictada a toque de intereses partidistas,
donde lo que hoy es blanco sea, sin atender a razones, mañana negro, y
viceversa.
La religión con su dogmatismo ha conseguido ponernos a todos de acuerdo en
una cosa, que su dios no nos interesa, no podemos permitir que esta nueva
asignatura nos prive de la única y verdadera fe (certeza): la del hombre, en
su máxima expresión: la de ciudadano. § |