Los pastizales
de los días de asueto son lógicamente improductivos, y el ser humano
está educado para ser productivo y en esa medida aprovechado. En fin,
que hay que volver para poder comer. |
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OCTUBRE
2007
LetanIa para un
manumitido
POR JOSE ROMERO SEGUIN
Dedico
esta letanía a ese espíritu manumitido que demora por las descarnadas y
ardientes carreteras, por el sucio tapizado de su turismo, por su
deslustrada memoria, por su amargo sudor, por sus finitas tristezas y
gozosas fatigas, la terrible perdida de la vacación, el infeliz regreso a la
cadena.
Para ese ser que sin vocación alguna halla en ella la auténtica, la que de
verdad dignifica, la que proscribiera Yahvé, con aquel terrible precepto:
"Ganarás el pan con el sudor de tu frente." Hablo de la vocación de no hacer
nada para tener al menos la sensación de poder hacerlo todo. Y en ese todo
cabe desde el absurdo yacer derribado bajo un sol de justicia en una playa
de carne, frente a un mar de cremas solares, desodorantes, colonias y
orines, hasta hacer cola de racionamiento para subir en un ingenio que
despacha sus ganas en unos segundos de caídas y curvas vertiginosas: y
vuelta empezar.
No hay mejor jefe que nuestra propia voluntad, baste decir que bajo sus
designios cualquier esclavitud es vicio y como tal conforma y conforta.
Sé que está sin estar, sumido sin misterio en la magnánima tregua del
regreso. Lo oigo bramar melancolía, como se oye al piafante ñu en los lindes
del Serengueti camino del Mara, pues al igual que él muge su desesperanza en
la esperanza de un regreso inevitable por saberlo vital para su
subsistencia.
Los pastizales de los días de asueto son lógicamente improductivos, y el ser
humano está educado para ser productivo y en esa medida aprovechado. En fin,
que hay que volver para poder comer, y sobre todo para poder volver a
transitar un día camino del paraíso. Y a la vuelta le espera lo de siempre,
y a lo de siempre no le cuentes batallas, no le hables de las bondades de
levantarse sin haberte acostado, o de las de dormir sin haberte levantado,
porque él esta hecho de la cruel materia de que está hecha la realidad, y
como ella nada quiere saber de los sueños.
Para él estas palabras que no son presagio, sino frío y consumado escalofrío
sobre su piel recién tostada, y esa alma disipada aún en el sumo cuidado de
los sentidos, en la amable desatención de la rutina, para sumarse a esa
cotidiana estampida que nombró: "La Carrera":
La mano alzada, la luz verde, el parpadeo de las luces de freno, la prisa
sin ganas, el rudo tacto de otra mano disputándote la manija, la mirada dura
y sostenida, el duro reproche, la tentación de los más soeces insultos, la
velada amenaza, el estridente portazo, el desganado encogerse de hombros del
conductor desentendiéndose de la disputa; el sólido humo del tubo de escape
ahogándote, la noche caída y su sombría angustia, la velada maldición
mirando con desplante al cielo, el seco zapatazo de rabia sobre la
silenciada y paciente acera, los ojos clavados en el final de la calle, la
esperanza de una nueva oportunidad.
Y otra vez la luz verde, y otra vez la mano alzada, y otra vez la tensa
urgencia, y otra vez el amargo sabor de saberte ganador; y otra vez sentado
sobre el ajado y sucio asiento, y otra vez oliendo a ambientador de pino
descarnado, y otra vez las mismas palabras, la misma dirección y el mismo
ritual de ruidosa mecánica; y otra vez el mal disimulado escrutarse buscando
exorcizar temores, y otra vez el marchar a trompicones por una avenida
cuajada de coches, y otra vez la mutua proposición de itinerarios
alternativos buscando uno saber si sabe y el otro hacerle saber que sabe; y
otra vez los continuos insultos del taxista, y otra vez su mirada buscando
complicidad en tu mirada, y otra vez mirar sin curiosidad la heteróclita
naturaleza de los objetos que decoran el interior y que sin duda definen la
suya; y otra vez hablar de las inclemencias del tráfico y los desatinos de
la meteorología, de las chapuzas de la alcaldía y los fracasos del club; y
otra vez el incesante alarido de las sirenas, y otra vez el silencio
manchado por la luz derretida de las farolas, y otra vez el sincronizado
parpadeo de los semáforos, y otra vez el irritante tictac del taxímetro
desgranando monedas, y otra vez mirar el reloj y mirar las aceras buscando
reconocer en un rostro o en un escaparte un lugar que sabes aún lejos; y
otra vez un coche de policía encalando de azul un oscuro callejón, y otra
vez las prostitutas acodadas a la barandilla del puente, y otra vez las
melancólicas sombras de los solitarios navegando atadas a la pena de un
libro de amarillentas hojas; y otra vez el monótono y deshilachado desfilar
de las miles de cenicientas flores de neón con que la ciudad engalana su
particular cielo, y otra vez el tedio de transitar por una ciudad enana que
se repite sin asco hasta hacerse infinita, y otra vez de vuelta de todo
volviendo a todo; y otra vez dos hombres perdidos en la inmoralidad de un
corazón de chapas buscando ignorarse a través de un vasto mar de inequívocas
señales; y otra vez saber que a lo mejor lo peor es aún mañana, y otra vez y
siempre como en un laberinto, como en la esperanza de un condenado a muerte,
como en un hito inalcanzable, la carrera, la inevitable carrera. § |