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EL ALEPH

 

Escribo estas palabras en desagravio de aquellos que haya podido ofender a la hora de entronizar grosero la personal percepción de la realidad y también de los sueños.

NOVIEMBRE 2007

EL ALEPH
AUTOCRÍTICA
POR JOSE ROMERO SEGUIN

La libertad de expresión es un dios menor frente a la potencia en la esencia y el acto de la persona. Del ser humano envestido de los inalienables atributos y derechos que le confiere su condición. Sin que sea necesaria la mediación o suma de otros reconocimientos, méritos, virtudes o dignidades sociales, ajenas a esa cualidad.
Hago esta afirmación en el ánimo de dejar meridianamente claro que así lo entiendo y como tal acato. Cosa distinta es que sea capaz de tenerlo presente y respetarlo en todos y cada uno de los actos de mi vida.
Corren tiempos en los que el insulto, la crítica ácida, la burla y acaso el escarnio, se han hecho un hueco excesivamente grande en nuestras vidas. De tal modo que en la voluntad de expresar nuestro propio parecer sobre las decisiones y opiniones de alguien, no nos conformamos con ponerlas en solfa sometiéndolas a la sana valoración de nuestro entendimiento, sino que las atacamos en la propia persona, sin más razón que la que nos dicta la víscera, confundiendo y transgrediendo con tal actitud el límite que existe entre lo que es él por sí mismo, y lo que representa y expresa en esa acción determinada.
Nada nos disculpa en ese indigno vicio. Pero no reconocer la influencia que ejerce sobre nuestra conducta el mundo en que nos movemos, sería cuando menos estúpido. Juzgo por ello que los medios de comunicación, especialmente los audiovisuales, nos aproximan a nuestros supuestos interlocutores con una profundidad que no sólo nos permite conocer lo que opinan o hacen, sino cómo lo hacen, y hasta cual es su físico. Se produce entonces, al menos por parte de uno de los actores, una falsa interlocución próxima en apariencia a la que se puede esperar de un encuentro personal. Y en ese paroxismo llegamos a interpretar que lo que es una tertulia entre un grupo de personas ante las cámaras de un lejano estudio de televisión o emisora de radio, es una animada charla de mesa camilla en la que nosotros también tenemos asiento y opinión. Y en esa creencia damos forma en palabras a las reflexiones a que su discusión y facultad discursiva nos invitan, sin obtener por ello respuesta. La buscamos pues en la boca de alguno de ellos, y si no la hallamos nos sentimos tremendamente frustrados. Frustración que nos lleva primero a desesperarnos y luego al exabrupto, o acaso al insulto. De tal forma que no es extraño descubrirnos ante la pantalla del televisor, el ordenador o la radio vociferando contra alguien a quien apenas atinamos a reconocer, y que, por lo tanto, no es para nada merecedor de tan severo y general enjuiciamiento.
Creo que la falta de contacto con lo real nos conduce inexorablemente a la irrealidad, a la especulación, a la mera banalización de lo que vemos, sea persona, animal, vegetal o cosa. Y en esa voluntad nos conducimos terribles, es decir, con una agresividad que desde luego no se merece aquello que es objeto, quizá involuntario, de nuestra crítica. Como tampoco nosotros, pues perdemos perspectiva del valor real de los demás por encima de sus opiniones, actos, presencias, y hasta de sus singulares esencias.
Nuestra opinión no encarna sino la mera representación de un estado ánimo concreto, por supuesto cambiante y como tal abierto a nuevas experiencias y acuerdos ajenos y propios.
Es más, debemos tener en cuenta que el error es un elemento esencial en una convivencia que se reclama plural y heterogénea. Donde no hay posibilidad de acierto, pues no es ésta, ciencia que admita resultados exactos, sino el necesario equilibrio que busca sumar el mayor número de inexactitudes posibles a fin de alcanzar un punto de posibilidad que haga viable la relación.
Escribo estas palabras en desagravio de aquellos que haya podido ofender a la hora de entronizar grosero la personal percepción de la realidad y también de los sueños.
Intento enmendarme, pero para que engañarse, no lo voy a hacer. Porque paradójicamente lo realmente arduo no es toparse con la perfección sino desentrañar el error. Seguiré por ello errando y en ese errático proceder encadenando palabras, imaginando metáforas, no siempre unas y otras certeras o hermosas, quizá ni respetuosas. Pero sabed que no me siento orgulloso de ello, y que hago denodados esfuerzos por ser de tarde en tarde capaz de mostraros, estimados amigos, el mucho y sincero respeto que por vosotros siento.
Recibid todos un fraternal abrazo. §

   

   
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