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El ascensor

Los viajes en ascensor tenían algo de aventura, de subida en globo, de excitante excursión, por eso los niños de pueblo cuando íbamos a la capital lo que más nos gustaba era tomar un helado de chocolate y subir en el ascensor dorado del Banco de España.

MAYO 2007

Las Habitaciones Perdidas
 - EL ASCENSOR -
POR JOSE MANUEL VILABELLA // ILUSTRACIONES: NESTOR

 

Los ascensores actuales, como tienen memoria, se acuerdan de qué botón pulsó cada viajero y dejan a cada uno en su piso y, además, sin preguntar. Son ascensores con estudios, chirimbolos competentes que se pasan la vida subiendo y bajando sin decir esta boca es mía, que rara vez se averían y que casi nunca se tiran desde el trampolín llevándose por delante a tres aterrorizados usuarios que gritan como locos antes de morir espachurrados. España empezó a funcionar como país cuando los ascensores del imperio dejaron de tener colgado el cartelito de "No funciona" y los españoles empezamos a tener confianza en nuestra patria en el momento en que masivamente nos subimos al ascensor sin rezar previamente el Señor mío Jesucristo.

Había antes una cultura de ascensor que ahora se ha perdido porque, como los viajes son tan rápidos, ya no merece la pena entablar conversación con los compañeros de habitáculo. Ya no se practican las finezas del pase usted primero que yo me bajo en el ático, ni nos acompaña en la aventura aquel señor tan simpático que siempre hablaba del tiempo, que decía que iba a llover porque a él le dolía la pierna que ya no tenía, la gloriosa pierna de Brunete. Ya no hay idilios de ascensor, amores breves que empezaban en el portal y concluían en el descansillo; ni odios que duraban toda una vida, inexplicables antipatías entre vecinos que nunca habían cruzado dos palabras de más ni de menos y que, sin ningún disimulo, se miraban con los ojos inyectados en sangre, con la certeza de que jamás, bajo ningún concepto, se intercambiarían un cordial buenos días. Por el metro cuadrado del ascensor pasaba antes la vida de la escalera, subían los rumores y bajaban los falsos testimonios y a las nueve de la noche airoso caminaba el portero con las bolsas de basura, dejando a su paso las lisuras del íntimo naufragio, el aroma de las miserias cotidianas. El ascensor era un espacio común de los que nada tenían en común y por él desfilaban disciplinadamente el señor que nunca decía adiós, el niño que se metía el dedo en la nariz, el adolescente que miraba con insistencia el pecho a las señoras; la vecina que gritaba histérica: ¡que yo me bajo en el séptimo!; el caballero del paraguas, siempre tan ceremonioso y fino; la jovencita que suspiraba porque tenía mal de amores; el niño de los granos; el repartidor de ultramarinos que, con toda desfachatez, se iba de copas y encima se reía y el que cuando se quedaba solo grababa a navaja, con ternura feroz, con violenta melancolía: Manolo maricón o te quiero Margarita.

Los viajes en ascensor tenían algo de aventura, de subida en globo, de excitante excursión, por eso los niños de pueblo cuando íbamos a la capital lo que más nos gustaba era tomar un helado de chocolate y subir en el ascensor dorado del Banco de España, que aunque sólo llegaba hasta el tercer piso, tenía un banco de terciopelo carmesí y un espejo que deformaba la figura.

Sin saber muy bien por qué, con los años, el ascensor dejó de ser entrañable para empezar a ser horrendo. Fueron surgiendo entre las sombras del tiempo los asesinos, violadores, exhibicionistas, drogadictos y pervertidos de ascensor y por donde antes pasaba la vida ahora se enseñorea la inquietud y el miedo. Ya no suena la música de ascensor en los ascensores, ahora se siente en la piel el rock duro del pavor. Nuestros compañeros de viaje, a los que antes considerábamos desconocidos cordiales, ahora nos parecen extraños amenazadores. Nos hemos olvidado de quiénes somos y de dónde venimos; no sabemos muy bien si bajamos o subimos y, por inútil, hemos prescindido de las buenas maneras y hemos olvidado la cortesía del descansillo, el pase usted primero y las gentilezas de los caballeros. Aquí ya nadie se acuerda de nada. Ahora el único que tiene memoria, y muy buena por cierto, es el ascensor.

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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