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pillado al artista Montoya, con su catálogo de fotografías blasfemas.
Fue él, pero pudo ser otro, cualquiera: todos, en la tragedia de la
existencia, representamos con el poco o mucho genio y la mucha o poca
dignidad que nos asiste, el papel que mejor expresa nuestras más íntimas
emociones, nuestros más recónditos deseos y frustraciones.
Todos, qué
duda cabe, nos mostramos en ese ineluctable afán, tan magníficos como
miserables. No todos, eso sí, nos atrevemos a exorcizar esas fantasmales
miasmas en la orgiástica pulsión de divulgarlos. El artista,
exhibicionista por antonomasia, no es sino aquel que se atreve a contar
eso que los demás callan.
José Antonio
Montoya, el fotógrafo extremeño, lo ha hecho, ha plasmado y publicado su
personal percepción del mundo que lo rodea.
En este acto
se ha sometido al dictamen del público. Debería ser éste quien lo
censurase con su silencio o lo celebrase con su atención. No cabe otro
reproche, ni es sana otra reconvención.
A mi juicio
Montoya cometió un grave pecado, el de la subvención. Esa interesada y
pesebrera virtud que impulsa el arte hacia las cenagosas regiones de la
consigna, bajo la fingida intención de protegerlo.
Ese indigno
mecenazgo, siempre a expensas de los presupuestos generales, es el que
de verdad atrofia el arte y amordaza la cultura.
El consejero
del ramo, quién lo duda, vio en las fotografías una magnífica
oportunidad para insultar a sus adversarios. Y en el creador, la
confiada y bondadosa figura del bufón. Eso es lo que los creadores
representan para los políticos. Y en esa infame utilidad no dudan en
buscar comprarlos o alquilarlos para su causa de rentables agravios y
desagravios.
Por su parte,
la oposición, el PP, ha descubierto en la subvención y prólogo de la
obra escrito por el Consejero de Educación de la Junta de Extremadura, a
la sazón candidato a la alcaldía de Badajoz, una magnífica oportunidad
para desacreditarlo ante sus futuros electores.
Y en medio de
la trifulca, cae, para mayor gloria de unos y oprobio de los otros,
Montoya, el artista, el cristo sodomizado, el bufón de la subvención. La
víctima propiciatoria, en definitiva, de este sacrificio de siglas e
intereses.
La justicia
divina se revela paciente y comprensiva con la voluble y limitada
conciencia del hombre. A la vista de lo sucedido, la de la clase
política se desvela intolerante e intransigente a la par que fulminante
y vengativa.
Cuídate
Montoya, de estos dioses menores, pues bien es verdad que es de ellos la
mano de la venenosa subvención, pero también lo es la de la lapidación.
El proceso
creativo no es, y lo celebro, ciencia exacta. Tampoco la rigurosa
expresión de una verdad revelada. No cabe pues esperar de él más
racionalidad que aquella que la inteligencia y perspicacia del
observante le confiere. Es en esa voluntad donde el arte se concreta,
donde la concreción se manifiesta palpable, tangible, acaso, ponderable.
No cabe, por
tanto, frente a su expresión otro límite o censura que aquella que
impone la libre conciencia de cada uno de aquellos que en él indagan.
Lo que el
espíritu alienta no cabe sino en el aliento de otro espíritu. Espíritu
que también es víscera, que también es ciego e irracional, que es
también intolerante e incompasivo. El espíritu: el alma, la mente, la
psiquis, qué sé yo, es, eso sí lo sé, la viva expresión de dios en
nosotros, y en esa divina esencia se comporta en el silencio y también
en el grito.
Gritó Montoya
su rabia infinita o su infinito amor y se le antojó humano lo divino y
divino lo humano, y así lo plasmó para un fin que ni él mismo conoce. Un
fin que no habita en él, sino en aquel que con él comparte, tal vez
infinito desconsuelo, quizás la alegría de saberse vivo en esa expresión
que no es sino un auto de fe, se mire por donde se mire.
Si Montoya no
creyese, qué daño infligiría a la errática imaginería que nos confunde
en la idea de un dios hecho a nuestra imagen y semejanza. Cabe acaso
mayor pecado ante esa grosera expresión de autocomplacencia y desprecio
por todo lo creado. Cabe reprocharle a un hombre al que legítima la
propia iconografía, a la que dicen insulta. O que imagine a esas
cercanas representaciones en otra actitud que no sea la de comportarse
como lo que son, y en esa voluntad amarse. Entiendo que no. Es más,
juzgo que el pecado es en sí mismo una inmoralidad, la peor, como la de
la iconografía, como el de la imaginería, como el de la santería, tras
la que se esconde el indigno afán de renegar de nuestra singular
esencia, de nuestra peculiar conciencia, en una palabra, de Dios.