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final, ante unos padres indecisos y, por cierto, con un notable complejo de
culpabilidad por no ocuparse de la criatura como debieran, el que se lleva
el gato al agua es el rey de la casa, nunca mejor dicho. |
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FEBRERO 2007
CRIATURITAS
POR CAROLINA FERNANDEZ
D e vez en cuando,
haciendo deporte desde el sofá con el mando a distancia, me dejo
vagabundear por canales insólitos y programas curiosos, al menos para
una servidora, que no es muy aficionada a pasar horas delante de la
tele, así que el día que me pongo todo es una novedad. Fue entonces
cuando me encontré en una de las cadenas con una modalidad de reality
educativo, en la que una familia "normal" (escrito con tres pares de
comillas, porque me parece a mí que los términos "familia" y "normal" no
caben en la misma frase) abre sus puertas a una psicóloga o pedagoga o
similar, que con sus truquillos psicopedagógicos procuraba poner los
puntos sobre las íes, o lo que es lo mismo, poner a los niños de esa
casa en su sitio y enseñarles cuatro cosas básicas a sus señores padres.
El caso es que cuando se abrían las puertas del hogar, dulce hogar, lo
que aparecía era un pequeño monstruo de cara angelical y maneras
totalitarias, seguido de unos padres desorientados, miedosos, con una
confusión existencial de agarrarse. Yo, con mi mando a distancia en la
mano, me maravillaba de las artes del nene para doblegar la voluntad de
sus padres y someterlos a la suya propia. Ríete tú de los niños malos de
antes, los que hacían trastadas y travesuras (qué palabras más
anticuadas, en este contexto). El enano éste tenía un manual de técnicas
de tortura psicológica bajo la almohada. Actuaba inteligentemente,
estudiando la situación, atacando siempre por el flanco más débil. Un
tirano con un amplio repertorio de amenazas, chantajes, acusaciones.
También un fenómeno con un talento inédito para el arte dramático,
gracias al cual lloraba desgarradoramente, en el momento oportuno. Y qué
decir de sus dotes para la lírica: alternaba con facilidad los graves
cavernosos al estilo "posesión demoníaca", con los agudos más
estridentes, los que revientan convenientemente los tímpanos de los
padres. Además de todo eso, tenía unas buenas dosis de mala hostia
(ingenuo el que crea que los niños, por ser niños, carecen de ella). En
fin, una joya de ¿seis? ¿ocho años? Lógicamente, la vista se vuelve
inmediatamente hacia los padres de la criatura, y se encuentra con dos
personas perdidas y confusas, hechos un guiñapo y con la autoestima a la
altura del calcañar; desbordados por la mala suerte de haber tenido un
niño "difícil". Ni rastro de autoridad. Total ausencia de respeto.
Blandos. Llorosos. Con ese panorama, el niño se hizo fácilmente con el
control absoluto de la casa.
Como esto era un reality, ya lo decía antes, la señorita Rottenmeier que
visitaba la casa, una vez en faena, se ponía a la labor de exorcizar al
niño y devolverlo a un estado "normal" (con sus tres pares de comillas).
Labor relativamente fácil, puesto que con cuatro indicaciones sencillas,
un par de órdenes bien dadas y tapones en las orejas, la cosa se
encarrilaba antes del segundo corte publicitario. Pero he aquí que la
verdadera labor de la Rottenmeier no ha hecho más que empezar. Lo más
arduo es intentar poner a sus progenitores en su papel de adultos
responsables. Es decir, que entiendan que un niño no puede cenar
croquetas con ketchup 365 días al año, por mucho que patalee. Que "apaga
la tele" quiere decir exactamente lo que quiere decir, y que hay que
añadir el adverbio "ya". Que si tienen una hija que a sus doce años no
entra por las puertas y es candidata para un anuncio de neumáticos
Michelín, en algún momento habrá que decirle un "no" con sus dos letras
bien claras. En fin, cosillas que con un poco de sentido común se
arreglan solas, sin necesidad de hacer carrera en la universidad.
La cuestión es que este caso no es tan extremo ni tan anormal como
parece. Los niños mandan, y mandan mucho. En algunas casas son
claramente los que llevan los pantalones. El fenómeno ha debido alcanzar
ya un nivel más que preocupante, porque hasta los publicistas han visto
el filón, y han tomado nota de que el dinero lo tienen los padres, pero
en muchísimos casos los que dicen cómo gastarlo son los niños. Por eso,
además de hacer anuncios de productos para niños dirigidos a los niños,
están empezando a hacer anuncios de productos para padres, pero
dirigidos a los niños. ¿Cómo? Muy fácil: si en casa se va a comprar un
coche, el niño vota, porque hasta ahí ha llegado la democracia. Y el
niño tiene claro lo que quiere, porque sabe perfectamente qué anuncio le
ha gustado más. Y se sabe la musiquilla, y la canta por la casa, y
además controla la marca y los modelos. Al final, ante unos padres
indecisos y, por cierto, con un notable complejo de culpabilidad por no
ocuparse de la criatura como debieran, el que se lleva el gato al agua
es el rey de la casa, nunca mejor dicho.
Y si ese mangoneo tiene lugar cuando la criatura no ha cumplido los diez
¿qué no sucederá más adelante? En cualquier caso antes de quejarse de
los niños tiranos, de los jóvenes adictos al botellón y otras etiquetas,
habría que mirar más de cerca cómo andan las capacidades educativas de
los padres.
Y es que, de verdad, no pasa nada si a uno se le pasa la vida sin
engendrar, que parece que fuese una obligación dejar un vástago en el
mundo. Yo les doy mi enhorabuena a aquellos que, en un arranque de
sinceridad, reconocen que no están preparados para ocuparse de su
descendencia decentemente, y eligen comprarse un hámster para practicar.
Además, les queda plantar un árbol y escribir un libro, que tampoco está
nada mal. ∆ |