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El Despacho

 

"Tu padre te espera en el despacho", decía la fiel Marcelina y por toda la casa se hacía un silencio expectante y doloroso, la familia contenía la respiración, el canario enmudecía y el gato, espantado, salía a todo correr por la ventana.

ENERO 2007

Las Habitaciones Perdidas
 - EL DESPACHO-
POR JOSE MANUEL VILABELLA // ILUSTRACIONES: NESTOR

Nadie supo nunca para qué servía el despacho ni qué documentos se atesoraban en sus armarios cerrados a cal y canto, ni dónde se guardaban las escrituras de propiedad de las casas que ya no teníamos, aquellas casas de las que tanto hablábamos con la nostalgia un poco pueril de los que conocieron mejores tiempos y que nos convertían, me imagino, en los fantasmas de las habitaciones perdidas. Era un despacho huérfano de papeles, podado de libros, un despacho que sonaba a vacío. La mesa era de nogal y el armario tenía tallados unos guerreros con casco y aspecto feroz; a primera vista se notaba que todos pertenecían al mismo ejército victorioso y con el paso del tiempo aprendimos a distinguir un guerrero de otro: el torpe, el bizco, el que se parecía al tío Manolo, el canijo, el papamoscas y al que sin motivo llamábamos el general Mola. La escribanía era de plata, el tintero no tenía tinta, la pluma era más larga que un día sin pan y el plumín, oxidado y roto, impedía que el cabeza de familia escribiese aquella larga carta a la República Argentina que llevaba rondándole en la cabeza hacía más de cuarenta años y que diría: "Querido Luis: Espero que al recibo de la presente estés bien de salud; llevamos más de medio siglo sin hablarnos y bien sabe Dios que he olvidado los motivos de nuestra ruptura"; aquella carta de reconciliación que, acaso porque el plumín estaba oxidado y roto y la Argentina quedaba tan lejos, nunca llegó a escribirse.
Lo más importante del despacho era su aire solemne y catedralicio, aunque también olía a disciplina cuartelera, a sala de banderas, a espíritu castrense. Las palabras resonaban en el despacho como en las iglesias y las conversaciones parecían homilías, los monólogos arengas y los ruegos órdenes del día. En el despacho se gestaba el respeto y se malograba el compañerismo; era el lugar donde los padres se hacían severos y los hijos sumisos, donde a veces naufragaban los afectos. "Tu padre te espera en el despacho", decía la fiel Marcelina y por toda la casa se hacía un silencio expectante y doloroso, la familia contenía la respiración, el canario enmudecía y el gato, espantado, salía a todo correr por la ventana.
En el despacho oímos por primera vez hablar de los peligros del alcohol, del fantasma de la sífilis, del mejor remedio para liberarse de las ladillas, de la honra de la familia y de la guerra. Allí supimos por qué habíamos hecho una guerra, por qué la habíamos ganado o perdido y por qué ahora éramos perseguidos o perseguidores. En aquella habitación perdida aprendimos la primera lección de historia, la más dolorosa, la que nos hacía diferentes. Dejamos de ser niños en el despacho, pero allí mismo empezamos a ser inocentes con mala conciencia.
Algunos años después, cuando por azar entramos en el despacho, nos percatamos de que a los guerreros de madera se los habían comido las polillas; de algunos sólo quedaba el casco, de otros una nariz aguileña. Los papeles, los libros, las escrituras habían desaparecido devorados por las feroces termitas. Abrimos los cajones vacíos y las arañas huían despavoridas; sólo había polvo en los estantes y de la escribanía de plata quedaba el resto patético de un plumín oxidado y roto. Buscábamos algo en aquellos muebles desvencijados, un no sé qué inconcreto, y cuando estábamos a punto de desistir, un aleteo de gaviotas nos hizo recordar la existencia del cajón secreto. Lo abrimos y allí estaba ella, la pajarita de papel; algo sucia y ajada, sí, pero con un hálito de vida en sus entrañas. Fue entonces cuando solemnemente nos perdonamos los pecados que no habíamos cometido y nos reconciliamos con nosotros mismos. La pajarita de papel exhaló el último suspiro y se murió sin decir esta boca es mía; desde entonces llevamos su cadáver en la cartera y vamos por ahí, como si tal cosa, con un muerto a cuestas y un peso menos en la conciencia. ∆

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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