
En general odiamos el dolor físico, pero es precisamente lo que nos
mantiene con vida. Lo mismo ocurre con el otro dolor, el que aparece cuando
uno cierra los ojos y se queda solo consigo mismo: nos avisa de lo que hay
que arreglar. Así que ¿qué puede suceder cuando es una sociedad entera la
que se insensibiliza? |
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ENERO 2007

¿Duele?
POR CAROLINA FERNANDEZ
M e encuentro sobre
la mesa un recorte discreto. El titular explica que un niño de 11 años
se suicida en Perú porque no tenía dinero para hacer la primera
comunión. Y uno se pregunta ¿cuánto cuesta hacer la primera comunión en
Perú? Debe ser un riñón, o los dos. El subtítulo lo aclara: no logró
reunir 1,15 euros para cubrir los gastos.
Bueno.
Evidentemente el niño, que era pobre de solemnidad, como se puede
fácilmente deducir, no fue capaz de juntar semejante suma de dinero, la
que le pedían en el colegio -de monjas, por cierto-, de modo que, al
verse excluido del grupo de sus compañeros de clase, cae de cabeza en
una fuerte depresión a la que decide poner fin tomándose una copa de
raticida. ¿Qué significa una "fuerte depresión" en un niño de once años?
¿Por un euro y medio? ¿De qué estamos hablando? Cuando esta página esté
en la calle acabaremos de salir una vez más de unas fiestas salvajes, en
las que el consumo se dispara hasta niveles enfermizos. Asomamos la
cabeza después de una orgía generalizada de gastos, luces, guirnaldas,
colores chillones, mesas desbordadas, regalos absurdos, música
machacona, galas televisivas, un optimismo furibundo y una lista de
buenos deseos para el año que viene que se resumen en uno: felicidad.
¿Felicidad? Es una borrachera festiva que luego tiene su particular
resaca, porque cuando la euforia se desinfla, viene el vacío. Vacíos los
bolsillos y vacío también el espíritu.
Y en medio de tanto ruido, aparece un discreto recorte que viene de otro
mundo, quizás hasta de otro planeta. En todo caso de una realidad que
existe, y que nos desangra sin nosotros querer saberlo. Un euro con
quince céntimos es lo que cuesta un rollo de papel de regalo cutre. Un
lazo. Un bolígrafo. Son las monedas que sobran y se quedan de propina en
la cafetería. O aparecen descuidados en el bolsillo de algún abrigo.
Vale que celebremos una fiesta, que hagamos alguna concesión al folclore
navideño, pero ¿cuánto de lo que nos hemos gastado en estas dos últimas
semanas era, ya no sólo prescindible, sino directamente una aberración?
¿Cuántas colonias se quedarán en el fondo del armario, cuántas corbatas,
cuántos libros no serán leídos jamás, cuántos regalos inútiles y
efímeros? ¿Cuánto se ha comprado por compromiso, por contagio, porque
sí? ¿Cuánto ha costado la iluminación de cualquier ciudad española?
¿Cuánta comida ha sobrado en las mesas? ¿Cómo dormirán los que han
tenido la indecencia de pagar casi 900 euros por un kilo de angulas?
¿Cuántas veces se hace la primera comunión con lo que cuesta un kilo de
angulas? ¿Cuántas angulas nos darían por 1,15 euros?
Tampoco se trata de meterse en casa a vivir como un ermitaño, purgando
todos los pesares del mundo, porque es absurdo pensar que el devenir de
los acontecimientos esté en función de que yo no coma turrón blando o no
pruebe el champán, pero de ahí a la bacanal, hay un mundo. Tanto gasto y
tan inútil resulta obsceno. Resulta ofensivo. Resulta una falta de
respeto hacia los que no pueden ni siquiera conseguir su euro con quince
para cumplir un sueño, el que sea.
Me entero casi a la vez de que existen personas insensibles al dolor.
Igual que hay quien nace con una deficiencia auditiva o visual, también
hay quien no da un salto cuando lo pinchan, no se inmuta cuando se le
rompe un hueso y se queda tan ancho cuando se le hace un agujero en el
estómago. Padecen una peligrosísima deficiencia genética, porque resulta
que el dolor es fundamental para sobrevivir. Si no nos enterásemos de
que hay un daño en el cuerpo, no podríamos repararlo. No limpiaríamos
las heridas. No detectaríamos las enfermedades y no podríamos curarlas.
Moriríamos. Es lo que le ha pasado a un niño-fakir de Pakistán. Jugaba
con su insensibilidad para ganarse la vida, se clavaba cuchillos, se
quemaba con carbones ardiendo, hasta que calibró mal y se lanzó desde un
tejado. Fin de la historia. En general odiamos el dolor físico, pero es
precisamente lo que nos mantiene con vida. Lo mismo ocurre con el otro
dolor, el que aparece cuando uno cierra los ojos y se queda solo consigo
mismo: nos avisa de lo que hay que arreglar. Así que ¿qué puede suceder
cuando es una sociedad entera la que se insensibiliza? ¿Qué pasará si no
siente lo que le hace daño, cuando no percibe -no quiere percibir- lo
que la va a destruir?
Un niño de once años se angustia por un puñetero euro con quince
céntimos y se suicida en algún rincón de Perú. Si por un momento
pensamos que sucede lejos y que no tiene que ver con nosotros,
deberíamos preocuparnos.
Miremos a ver si tenemos pulso, porque a lo mejor nos hemos arrancado el
corazón y, cosas de la vida, no nos hemos enterado.
Nos queda poco, entonces. ∆ |