La biblioteca era una habitación que
tenía algo de aparcamiento de visitas principales, de salita de espera para
gentes finas
y distinguidas. |
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DICIEMBRE 2007
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LA BIBLIOTECA -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
Aunque
las casas de antaño, sobre todo las casas de la gentecita bien, tenían pocos
libros y casi todos escritos en francés, las familias no podían prescindir
de la biblioteca, que era una habitación donde no se podía levantar la voz,
tal vez porque, como tenía el aire catedralicio de los templos del saber, la
presidía un busto de escayola de un engolado don Miguel de Cervantes, el
ilustre autor del Quijote, muerto por la patria de hambre, miseria, cabreo y
decepción.
Las viudas españolas, que son muy suyas, han tenido desde siempre una idea
muy clara de lo que había que hacer con los libros del difunto y, en cuanto
se le administraban al enfermo los santos óleos y el médico advertía que
había que ponerse en lo peor, se empezaban las gestiones con el ropavejero
de confianza o con el librero de lance de la esquina para que, por cuatro
perras, se llevase los libracos de Manolo que tanto desordenan, que la casa,
amor, con tus papeles parece una anarquía. Y los libros, sí, salían de la
casa por la ventana y de tapadillo, al mismo tiempo que el muerto, y si éste
se iba al más allá a esperar pacientemente lo de la resurrección de la
carne, sus papeles se quedaban en el más acá y se desparramaban por las
bibliotecas ajenas, y del difunto quedaba el recuerdo de su testarudez
cultural, de sus ensimismamientos de poeta, y de la ausencia de sus libros
el alivio de los estantes vacíos, el espacio ganado, palmo a palmo, a la sed
de cultura del pobre Manolo, que ya sabes cómo era con esa tonta manía de
escribir sonetos como un loco.
La biblioteca, la habitación perdida para siempre jamás, tenía el prestigio
de lo culto, el misterio de lo superfluo, el encanto de lo ajado. La
biblioteca, que era un naufragio triste, se nutría de otros naufragios
remotos, de los restos de otras bibliotecas de la familia: los libros de
Teología del tío Luis que había querido ser cura y terminó regentando una
sala de juegos en las Antillas; las revistas pornográficas del primo Pepe,
el danzarín alicantino, desaparecido en la batalla de Brunete; los manuales
de corte y confección de la prima Isadora, que tenía unas manos primorosas
para el punto de cruz; los números amarillentos de La Estampa y de Blanco y
Negro que describían con pelos y señales las luchas con el yanqui y el moro,
la ira del teutón, la desmesura del lusitano y el desprecio del francés. La
biblioteca era una habitación que tenía algo de aparcamiento de visitas
principales, de salita de espera para gentes finas y distinguidas. Lo mejor
de la biblioteca era su nombre, la aureola de su prestigio de templo
cultural. "Marcelina, haga pasar al señor a la biblioteca", decía mi abuela
Consuelo con aires de grandeza, y el caballero de fina estampa esperaba,
sentado en una butaquita carmesí, a ser recibido por el cabeza de familia.
Las casas estaban amuebladas más que para vivir para recibir, habían sido
construidas para que las visitas esperasen a ser recibidas. La estimación y
la urbanidad pasaban por los tiempos de espera y por las salitas donde se
esperaba; era la liturgia del tiempo y el espacio, la geometría de las
buenas maneras, la esmerada educación con sus parabienes y sus desaires. Se
podía esperar dulcemente en la biblioteca pero también, ay, se podía
mortificar a las visitas haciéndolas esperar en el descansillo, de pie, con
el sombrero en la mano, con el abrigo puesto, a media luz, con el lacerante
dolor de los que esperan ser recibidos pero que se les dice, se les grita,
que aunque se les reciba no son bien recibidos.
Las viudas españolas se desprendían con alegría de los libros del difunto
pero no renunciaban jamás a la biblioteca y al atril de la biblioteca, donde
un libro abierto y mal herido esperaba también a ser recibido -e, incluso, a
ser leído- por un lector anónimo que nunca acababa de llegar. El libro, las
visitas y el busto de Cervantes saben, por experiencia, que si España llega,
llega siempre a deshora y sin avisar, por eso, pacientemente, la esperan
sentados en el lugar más surrealista de la casa: en una biblioteca sin
libros, en una habitación vacía. § |