La irrelevancia de lo eclesiástico
Alberto Moncada (*)
Cuando
yo iba a un colegio de frailes, éstos nos daban clase de Física,
Matemáticas, Historia y, por supuesto, Religión. Hoy no hay frailes ni
siquiera para enseñar religión, al menos en la escuela pública. Esta
carencia de mano de obra eclesiástica es correlativa con la disminución
drástica de la práctica religiosa en nuestro país y aún en toda Europa,
según las estadísticas, que repiten los mismos datos decrecientes año
tras año. Pero el que los eclesiásticos disminuyan y envejezcan no
significa que hayan dejado de alzar su voz. Antes al contrario. Da la
impresión de que, al menos en España e Italia, los líderes eclesiásticos
elevan hoy el volumen de sus diatribas antigubernamentales y de sus
condenas a las libertades con mayor intensidad que cuando gozaban del
privilegio de la confesionalidad del Estado, quizás para compensar su
progresiva irrelevancia social. Desde los tiempos de la confesionalidad
han pasado varias cosas. Por una parte, como he explicado en mi libro
“Religión a la Carta” (Espasa, 1996), muchos católicos, como antes
muchos protestantes, tienden a considerar la religión como un asunto
privado, voluntario, sin mediadores forzosos. Tienen una fe a la carta.
Por ejemplo, hay creyentes que van a misa y se casan por la Iglesia pero
toman anticonceptivos, y hay quien cree en el cielo pero no en el
infierno. Muchos usan la liturgia católica para subrayar los tres
momentos biográficos principales, nacimiento, boda y muerte pero para
poco más...
Desde la generalización del régimen democrático, la Iglesia ha perdido
el papel que tenía antes, en los tiempos de la alianza entre el Trono y
el Altar. Los eclesiásticos estaban acostumbrados a ser los asesores del
poder político y económico y la expansión de los derechos y las
libertades les cogió a contrapelo. No se han sentido, ni siquiera hoy se
sienten cómodos con el sistema democrático que tratan de manipular
mediante los partidos populares, antes demócrata cristianos, sin mucho
éxito. Su pretensión de que la legislación civil recoja sus puntos de
vista va haciéndose impracticable a medida que incluso los demócratas
cristianos aceptan la soberanía popular...
Pero es que esa pretensión tampoco tiene mucha validez ética. Los
eclesiásticos afirman que su moralidad, la que pretenden imponer a
todos, es de mayor calidad que la que puedan confeccionar los
legisladores civiles pero olvidan su tradicional apuesta por los
poderosos. Cuando yo estudiaba Derecho, aprendí que, según la moral
católica, las leyes impositivas eran “meramente penales”, lo cual quiere
decir, en su argot, que no obligan en conciencia. Decirle a la gente que
el principal instrumento de solidaridad ciudadana, que es el sistema
fiscal, no obliga en conciencia es mucho decir y descalifica moralmente
a quien lo sostiene. También la Iglesia es más partidaria de la caridad,
es decir de la limosna de los ricos, que de la justicia. Por eso cuando
eclesiásticos concienciados tratan de defender ésta, caso de los
teólogos de la liberación, no suelen hacer carrera en las curias, antes
bien, son castigados cuando no perseguidos. Como decía un obispo
brasileño, “cuando ayudas a los pobres te llaman santo, cuando preguntas
por qué lo son, te llaman comunista”. El Vaticano, o mejor los dos
últimos Papas, éste y el anterior, son extraordinariamente
fundamentalistas y calientan la cabeza a los obispos para que sigan
dando la vara a los gobiernos. Sólo lo consiguen en España e Italia
donde las respectivas Conferencias episcopales protagonizan
permanentemente incidentes, conflictos con las autoridades civiles y en
el caso de España, hasta incluso se manifiestan por las calles como si
se tratara de una minoría marginada cuando de sobra es sabido que gozan
de privilegios económicos impensables en otros países. Son privilegios
claramente anticonstitucionales pero protegidos por un Concordato que
nos hace a muchos avergonzarnos de que nuestros políticos sean incapaces
de abrogarlo.
El Vaticano, o mejor los dos últimos Papas, éste y el
anterior, son extraordinariamente fundamentalistas y
calientan la cabeza a los obispos para que sigan dando la
vara a los gobiernos. |
El
machismo tradicional del mundo eclesiástico que se revela en el tema de
la fertilidad es también cada vez más irrelevante socialmente. Da la
impresión de que su condena del aborto, más que una defensa del derecho
a la vida es una condena de la mujer “supuestamente libertina”, que se
atreve a ejercitar su sexualidad como los hombres pero a la que la
naturaleza le juega malas pasadas. La ideología eclesiástica es
convertir la prohibición del aborto en una condena a la maternidad
forzosa de esas supuestas mujeres libertinas. Es la maternidad como
castigo. Y para terminar de arreglarlo también tratan de influir para
que la legislación civil prohiba o haga difícil el uso de los
anticonceptivos en los que precisamente descansa la mejor prevención del
aborto. En este tema rebrota la vieja desconfianza, incluso la vieja
animosidad del clero hacia la mujer, tentadora de su celibato y presunta
causante de la caída original. Por eso se asustan de que pudiera haber
mujeres sacerdotes, una medida que, junto al matrimonio electivo de los
clérigos, podría detener la sangría vocacional.
Y, finalmente, otro asunto irrelevante es la obsesión eclesiástica con
la educación. La psicología que subyace en la moral católica es
sumamente conductista. Da la impresión de que bastaría con que los
eclesiásticos controlaran el comportamiento de los niños para que éstos,
de adultos, les hicieran caso. Es algo así como considerar a la persona
una especie de robot programable cuando todos sabemos que la vida y sus
circunstancias nos van moldeando y que muchos hemos cambiado de opinión
por el mero transcurso del tiempo. Esto también les pasa a los
eclesiásticos e incluso a sus líderes que reniegan hoy de importantes
opiniones que tenían no hace más de cincuenta años e incluso alardean de
que nunca fue esa la doctrina católica. Les falla la memoria, algo que
no nos pasa a los que, por edad, presenciamos cómo la Iglesia, que
calificó de Cruzada nuestra guerra civil, fue cómplice del franquismo en
tantas represiones.
La irrelevancia social del mundo eclesiástico es paralela a una sequedad
doctrinal que se ha fraguado como consecuencia del conservadurismo
imperante. La burocracia curial cerró bruscamente las ventanas que había
abierto el Concilio Vaticano II para que entrara el aire fresco y
renovara el pensamiento católico. Se ha apagado el profetismo que
pudiera buscar nuevas causas para la misión evangélica. Ya no hay apenas
teólogos que se atrevan a pensar porque la lealtad a la tradición es el
único valor aceptable. Y en contrapartida crecen los líderes populistas
que acaudillan grupos sectarios como el Opus Dei o los Legionarios de
Cristo, empeñados en mantener a las gentes en esa misma lealtad y en el
temor a las novedades y dispuestos a entrar en guerras de religión que
diseñan las autoridades y que se parecen sospechosamente a los
radicalismos islamistas. No en balde, los líderes políticos americanos
se llenan la boca de encargos divinos para acompañar e incluso
fundamentar sus aventuras bélicas. Y es que no hay peor patriotismo que
el religioso. Perseguir a los enemigos de Dios es una vieja costumbre
que ni siquiera la irrelevancia de lo eclesiástico en la sociedad ha
detenido suficientemente. §
(*)
Presidente de Sociólogos Sin Fronteras.