La
naturaleza del principio de presunción de inocencia ha de mostrarse
inalcanzable al comercio de las voluntades, firme ante las fuerzas que
tratan de violentarlo. |
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AGOSTO 2007
Sentenciar, sentenciado, “sentencia”
POR JOSE ROMERO SEGUIN
La
versión oficial de los hechos comienza a resolverse dogmática en exceso,
fía a la fe lo que sólo a la razón concierne, y en esa disposición
afirma, que habrá sentencia y que cabrán en ella todas las respuestas.
La versión conspiro-paranoica, por el contrario, se aferra sin tapujos
al fundamentalismo que la anima, y en esa voluntad proclama la
exculpación como sentencia. Mientras que los que no creen en la oficial
porque no es de occidental y bien criado creer a pies juntillas en las
instituciones, ni tampoco en la extraoficial porque qué haríamos sin
ellas, se decantan por el orgullo, y sin dar por buena ninguna de las
dos, sentencian que se hará justicia y se castigará a los culpables de
tan execrable crimen. En el vacío y necio convencimiento de que la
simple invocación del sustantivo justicia, es razón más que suficiente
para que ésta se haga.
En tal encrucijada se halla el tribunal que ha de dictar sentencia, y en
atención a la dificultad que entraña cabe realizar la siguiente
reflexión:
Se dice que la fe mueve montañas, que el fanatismo, además, las
destruye, y que el olímpico ego, en esa misma disposición, las ignora. A
fuerza de fe, fanatismo y ego pretendemos hoy que un tribunal de
justicia condene a unos ciudadanos, que no son montaña, a miles de años
de cárcel. Podremos pues de la mano de estos tres pésimos argumentos:
moverlos, destruirlos, acaso, ignorarlos, pero no sin estrechar en vez
de ensanchar, tal como se debiera, los lazos que nos atan a su criminal
voluntad.
Lo cierto es que del juicio del 11-M no esperamos justicia, sino razón,
es decir, que la sentencia coincida milimétricamente, o dé al menos
aseada cobertura a las tesis que hemos venido sosteniendo, durante todos
estos años, con un único objetivo, el de dar o quitar razón al PSOE o al
PP, en ese macabro juego suyo de si ETA o si Al-Qaeda. Dos siglas
oportunistas, dos voluntades sangrientas, doscientos muertos, un millar
de heridos y millones de hinchas enloquecidos danzando en torno a la
hoguera de una razón, la nuestra, que aplaque esa maldición que cuando
no se llama fe o fanatismo, se llama ego; ése fue el trágico balance del
crimen, y eso es lo que somos a la hora de exigir justicia.
Si la fe, el fanatismo o el ego rompen el principio de presunción de
inocencia, habremos obtenido razón: ilegítima razón, depravada razón. Si
por el contrario lo rompe: la mentira, el papanatismo, el oportunismo o
la añagaza, habremos obtenido tres cuartos de lo mismo. El principio de
presunción de inocencia es una de las verdades esenciales del laicismo y
la fraternidad con las que el hombre saluda al hombre, y se compromete
con él en el acto supremo de la existencia, merece pues fundamentos de
mayor solvencia científica y también de sentido común.
La verdad que abraza la fe, soporta el fanatismo y atiende las
veleidades del ego, no puede ser sino tan miserable como embustera. La
verdad debe contener la dosis exacta de incertidumbre para que no se
constituya en dogma, sino en lo que es, aún en lo brutal de su esencia y
conciencia, un mero acto del quehacer humano. Por el contrario la
naturaleza del principio de presunción de inocencia ha de mostrarse
inalcanzable al comercio de las voluntades, firme ante las fuerzas que
tratan de violentarlo, y sana hasta más allá de donde ordenan los más
bajos instintos de venganza. El preservarlo en la órbita de estas
virtudes resulta vital para la supervivencia de nuestro sistema social y
de convivencia.
Los hoy procesados merecen gozar de esa presunción, y las víctimas, que
somos todos, aún con mayor motivo, porque que no podemos unir, al dolor
de la injusta pérdida de nuestros seres queridos, la afrenta de
convertirlos y convertirnos en cómplices de una injusticia.
Entiendo que tenemos instituciones dotadas de los conocimientos y de los
instrumentos legales, científicos y técnicos suficientes para demostrar
su culpabilidad, si así es: exijámosle que lo hagan. Y si no existen, no
han sabido o no han podido cumplir con el mandato social, superemos de
una vez el vértigo de sabernos indefensos, y enjuiciémoslas a ellas,
para cambiar lo que haya que cambiar y corregir lo que demande ser
corregido. En aras de preservar el primer e inamovible principio de
seguridad, el de la presunción de inocencia. § |