La cama ya no era la misma, habíamos
sustituido las mesillas, el armario era otro, las sábanas se habían
convertido en jirones hacía décadas, pero seguía siendo la habitación del
señor ministro. |
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SEPTIEMBRE 2006
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LA HABITACION EN LA QUE DURMIO UN HUESPED ILUSTRE -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
Q ué
bonito es tener una casa en la que pasó una noche un hombre ilustre,
para poder decirles después a las visitas: "Pues en esta habitación
durmieron Carlos I y su señora hace quinientos años y, se rumorea, que
fue el tálamo en que concibieron a don Felipe II que en gloria esté".
Los hombres ilustres van dejando un rastro a su paso que es conveniente
recordar con placas de mármol para que el mundo no lo olvide. Sentarse
en la sillita del emperador, tocar tímidamente la pluma del ilustre
poeta, hojear el diario del sabio científico o ponerse el sombrero del
famoso actor, son placeres que encantan a los turistas, lujos que nos
podemos permitir la gente vulgar. Mi mujer y yo, sin ir más lejos,
pasamos una noche en Nueva York, en una habitación de hotel en la que
habían dormido Elizabeth Taylor y Richard Burton y apenas pudimos pegar
ojo por la emoción. En los rincones de los armarios todavía quedaban
ecos de sus famosas broncas, y al abrir la mesilla de noche salió
volando el ruido de la bofetada que Richard le propinó a Elizabeth en un
momento de pasión. A la mañana siguiente al afeitarme delante del espejo
donde la oronda actriz tal vez se había quitado una espinilla, casi me
llevo una oreja por delante; en el fondo del cristal me pareció notar
fugazmente la presencia de sus ojos color violeta.
En Lugo, en el domicilio que mis abuelos tenían en la calle de la Cruz,
durmió una noche don Santiago Casares Quiroga, que fue Jefe del Gobierno
en 1936 cuando Azaña accedió a la presidencia de la República y que era
amigo personal de mi padre. A lo largo de la vida nos cambiamos diez o
doce veces de domicilio, pero siempre nos llevamos en la maleta el
recuerdo de la habitación de don Santiago, que viajó con nosotros por
media España para que pudiésemos enseñársela a las visitas, con una
mezcla de orgullo y petulancia, como el que muestra un Picasso. La cama
ya no era la misma, habíamos sustituido las mesillas, el armario era
otro, las sábanas se habían convertido en jirones hacía décadas, pero
seguía siendo la habitación del señor ministro. "Aquí durmió un huésped
ilustre", le decía Marcelina al repartidor de la tienda de ultramarinos;
el chico echaba una ojeada al interior del cuarto y se santiguaba con
respeto reverencial porque era un joven impresionable. Un día en
Alicante extraviamos el recuerdo de don Santiago en un camión de
mudanzas, y desde entonces Casares Quiroga dejó de ser una leyenda en la
familia; ahora a mis hijos apenas les suena el nombre, porque los mitos
y los afectos cuando se hacen añicos no se pueden recomponer. Son como
eran las honras y las famas en tiempos de Calderón.
Una noche durmieron en nuestra casa de Celorio, en Llanes, Lorenzo Goñi
y Conchita, su mujer. Goñi, el gran dibujante, fue el mejor hombre que
he conocido. Me honró con su amistad y juntos hicimos un libro que no ha
tenido ningún éxito, pero en el que trabajamos tres años inolvidables.
Goñi se murió en Suiza hace trece o catorce años un poco cansado de la
vida. Era un genio, y aunque en España eso es un secreto a voces, espero
que algún día la crítica internacional así lo reconozca. Guardo de él
medio centenar de cartas, algunos dibujos y la memoria de su bondad, y
si algún día vendo la casa me llevaré el recuerdo de su visita para
dejárselo a mis hijos de herencia. Tal vez, vaya usted a saber, dentro
de doscientos años un tataranieto del abajo firmante enseñe con orgullo
su piso de Bruselas a las visitas y diga muy ufano:"Pues en esta
habitación durmió hace dos siglos don Lorenzo Goñi, que era sordo como
Goya y que también pintaba prodigios y artilugios voladores; se dibujaba
a sí mismo como una caracola y tenía como lema "Tan sólo oigo mis
rumores"; un ascendiente mío le quiso mucho"... ∆ |