Las rejas no someten ni agotan
sueños, tampoco arredran fanáticos, unos y otros lo saben. La historia y
la vida profesional, social e íntima de todos ellos, está llena de
testimonios que así lo acreditan. |
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SEPTIEMBRE 2006
EL MAPA DE LA PATRIA
POR JOSE ROMERO SEGUIN
P risión de Nurtón,
ocho treinta de la mañana, siete reclusos pertenecientes a una
organización terrorista de carácter nacionalista, que luchan desde hace
más de medio siglo por la liberación de su pueblo (especialmente de
todos aquellos que no piensan como ellos), son conducidos a la sala de
psiquiatría del hospital penitenciario donde están ingresados desde el
día anterior, bajo estricta vigilancia policial.
En sus miradas brilla acerada la arrogancia que da el grupo. En sus
palabras y actos reina el fanático dogmatismo que preside su existencia
desde hace ya mucho tiempo, demasiado tal vez para que quepa en su ánimo
el menor atisbo de arrepentimiento.
En medio de los largos corredores de la prisión, no son nada, acaso un
rastro tibio que va segando sin compasión las rectangulares y metálicas
hojas de las puertas que se abren y cierran a su paso. Pero en medio del
miedo de los que los conducen, son dioses. Ellos lo saben, y no lo
ocultan, no en vano tienen cientos de manos ejecutoras al servicio de
sus manos.
En la fría y desnuda sala, les espera un grupo de psicólogos y
psiquiatras del centro que, les van a someter a una batería de pruebas
diagnósticas a través de las cuales tratarán de evaluar el grado de
reinserción social alcanzado después de diez años de prisión.
Las rejas no someten ni agotan sueños, tampoco arredran fanáticos, unos
y otros lo saben. La historia y la vida profesional, social e íntima de
todos ellos, está llena de testimonios que así lo acreditan. De todos
modos las pautas legales imponen su heterogéneo e impreciso ritmo, se
han de cumplir requisitos indispensables para un fin azaroso en grado
extremo, como es el de la reinserción.
Tras una larga serie de test y demás pruebas prescritas de antemano, el
psicólogo jefe, les anuncia:
"¡Bien señores!, ahora, para terminar van a dibujar en ese folio que se
les ha facilitado, el mapa de su patria. Tienen para ello cinco minutos.
Incapaz de soportar el autoritario silencio que sus palabras producen en
la sala, cede a la tentación y añade: "Ya saben, la vida es eterna en
cinco minutos. Lo recuerdan, Víctor Jara."
Ellos se miran cómplices, perciben, porque han desarrollado a lo largo
de este crónico conflicto un olfato especial para detectar ese malicioso
y cobarde rastro, más beneficioso y sin duda más reconfortante para su
ánimo y el ánimo de la causa, que la desconsoladora y desencajada mueca
que impone el miedo; como es, el que deja tras de sí la arrogante
cobardía y la deleznable complicidad de los que buscando halagarles
echan mano de su bagaje revolucionario, y consiguen entonar sin la menor
credibilidad el siempre exiguo y decadente testimonio que supone el
reinterpretar los viejos acordes de una vieja canción revolucionaria, o
una frase genial o ingeniosa pronunciada por alguien para un tiempo y
una necesidad quizás más noble y necesaria, o el verso más comprometido
de un poema social, que a ellos en tan peculiares circunstancias, ya no
les suena, sino a lo que de verdad suena, a sumisión, y así las
celebran.
(Todos, presos de la fascinación que nos produce la rebeldía, queremos
ser de algún modo revolucionarios, y mucho más, cuando tratamos con
revolucionarios, sean estos de la calaña que sean)
Cuando el último de ellos abandona la sala, el jefe de Psiquiatría del
Centro, recoge los siete folios, y en un escalofrío como de muerte
comprueba que los siete han dibujado lo mismo, siete pistolas idénticas.
Definitivamente, ésa es ahora su patria."
Las libertades sociales e individuales, alcanzadas a lo largo de la
historia, son junto con la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, un legado que desborda sin duda alguna nuestra singular
individualidad y condición social, para constituirse en un valor
superior y merecedor, por tanto, en su defensa, de toda suerte de
sacrificios y sufrimientos, pues con no poco sacrificio y sufrimiento se
consiguieron para un fin que sin duda no ha hecho, si no mejores, sí al
menos posibles. Sin ellos nada valemos ni como individuos ni como
sociedades.
Nada nos hace más intolerantes que el pactar con la intolerancia, nada
nos denigra y envilece más que el ceder al chantaje, el sucumbir a la
tentación de dar por buena la injusticia, el nombrar pacífico al
violento.
Hay espacio para ser magnánimo sin caer en la indignidad, y debe haber
dignidad para abrir espacios donde no quepa el equívoco que permita al
equivocado creerse en posesión de la verdad. ∆ |