La alacena fue un exotismo que vino
del sur, como la habanera fue una música que nació en el otro lado del mar,
y que nosotros amamos sin saber muy bien por qué y que cantamos a coro por
navidad. |
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OCTUBRE 2006
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La Alacena -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
La
alacena no es una habitación, es un armario con vocación de despensa, una
fresquera que vino del sur y que sueña con expandirse, con crecer hacia
afuera y hacerse almacenillo de jamones de pata negra, que amenaza con
devorar el piso poco a poco y convertirlo en un patio andaluz.
Si yo fuera un hombre del sur les hablaría a ustedes de la verdadera
alacena, pero como he nacido en Galicia voy a referirme tan sólo a la
fascinación que este nombre -alacena, alacena- me producía hace muchos años,
cuando el sur era un punto cardinal y Andalucía un tópico que subía
renqueante hasta nosotros en la poesía de Lorca o en los versos de Alberti;
la Andalucía espuria de las malas películas, la denostada Andalucía de los
discos dedicados.
La cornisa del norte miraba al sur y a sus gentes con estupor de turista;
allá abajo, decían, estaba la alegría y el sol y nosotros queríamos
cambiárselo por el humor y la niebla; ellos tenían la calor y nosotros el
calabobos, allí se cantaba el fandango y aquí se bailaban la muñeira y el
pericote, ellos guardaban en sus armarios los vestidos con faralaes y
nosotros no sabíamos qué hacer con la gaita. El sur envidiaba la prosperidad
del norte, pero a los hombres del norte nos seducía la alegría de las
mujeres del sur. Como estábamos unidos por carreteras intransitables y nunca
nos visitábamos, allí se creían que nosotros éramos muy laboriosos y aquí
afirmábamos que ellos eran unos vagos irredentos porque dormían la siesta a
pierna suelta. Ellos inventaron la leyenda de las galernas del norte y
nosotros el mito de los vientos del sur. La Andalucía tópica y típica la
imaginamos aquí primero y después se la contamos a medio mundo; la culpa fue
del Ministerio de Obras Públicas y del lenguaje; los responsables del falso
mito andaluz fueron las malas carreteras y las bellas palabras: aljibe,
damajuana, alacena...
Mi prima María Teresa, que era de Sevilla, vino a pasar con nosotros unos
días; era una chica flacucha y más bien sosita, pero como decía mi niño y
olé a todos nos parecía muy ocurrente. "¡Qué gracia tiene la puñetera!",
exclamaba el abuelo Dositeo cuando María Teresa decía arsa pilili sin venir
a cuento. Al armario de la cocina, María Teresa le llamaba la alacena y
cuando se fue nosotros adoptamos el nombre. Durante los últimos cincuenta
años en la casa de mis padres se ha ido a la alacena para coger el pan y en
la alacena se guardaron las vinajeras y las cucharillas de alpaca, los
pañitos bordados, el azucarero de plata bruñida y los recuerdos falsos; la
alacena fue un exotismo que vino del sur, como la habanera fue una música
que nació en el otro lado del mar, y que nosotros amamos sin saber muy bien
por qué y que cantamos a coro por navidad.
Me casé hace cuarenta años con una andaluza y tengo tres hijos que casi son
de Córdoba, que a punto estuvieron de nacer en Fuenteovejuna; ahora me
siento andaluz consorte que es otra forma de ser del sur sin dejar de ser de
Lugo; tengo derecho a los dos acentos y a las dos nostalgias, puedo hablar
con conocimiento de causa del ajoblanco y del gazpacho, el martinete me
emociona y yo también he llorado y lloro la muerte de Camarón de la Isla. Mi
mujer, Adela, es la única de la familia que a la alacena le llama el
armarito, porque dice que la alacena es otra cosa y que no se puede jugar
impunemente con las palabras y con los muebles antiguos. Llevamos cuatro
décadas discutiendo el tema y no nos ponemos de acuerdo. Ella guarda la
cafetera en el armarito y yo la busco en la alacena. Mientras tanto nuestros
hijos han empezado a multiplicarse y ya tenemos un nieto que se llama
Dositeíño. Adela me explica cómo es su tierra con mucha gracia y yo amo a
Andalucía con humor; Dositeíño juega al escondite y cuando no aparece yo sé
que se esconde en el armarito pero mi mujer entonces, alarmada, lo busca
como una loca en la alacena. ∆ |