La muerte era por aquel entonces más natural y, al no
estar contaminada por los abusos de la Medicina, se aceptaba con resignación
y buena fe; la gente se moría de "un paralís", de un ahogo, del garrotillo,
de un mal aire y de un cólico miserere, pero se moría en casa y en familia,
dando la lata... |
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NOVIEMBRE 2006
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El cuarto de
los difuntos -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
Cuando
las gentes se morían en sus casas rodeadas de sus familiares y de sus deudos
todas las viviendas tenían una habitación mágica y trágica que nunca llegó a
bautizarse pero que todos conocían como el cuarto de los difuntos. Era una
habitación amplía y barroca, de sillones mullidos y butacas diminutas. La
muerte era por aquel entonces más natural y, al no estar contaminada por los
abusos de la Medicina, se aceptaba con resignación y buena fe; la gente se
moría de "un paralís", de un ahogo, del garrotillo, de un mal aire y de un
cólico miserere, pero se moría en casa y en familia, dando la lata,
confortada con los santos óleos y en su camita de toda la vida. Hace
cincuenta años no se vivía tan bien como ahora, pero se moría con más
dignidad; era aquella una muerte bien vestida, para caballeros.
Asistí hace más de sesenta años a la muerte de mi bisabuelo Ambrosio. Tenía
el hombre cien años justos y un frío que entró por el ventanuco de la cocina
se le clavó en el corazón y lo dejó herido de muerte. Todos nos quedamos
desolados al verle languidecer lentamente. La casa se llenó de bisbiseos y
del frufrú de las enaguas; alguien pintó en el aire jirones de tristeza y
las palabras entrecortadas iban de una lámpara a otra, enloquecidas como
mariposas. Llegaron entonces las visitas y las autoridades; en el pasillo se
encontraron el médico y el cura con sus acólitos, se saludaron con una
inclinación de cabeza y se cedieron muy finamente el paso; un monaguillo se
puso nervioso e hizo sonar la campanilla a destiempo. "La ciencia no tiene
nada que hacer", dijo el galeno. "Don Ambrosio está en paz con su
conciencia", indicó el sacerdote. "¡Hay que avisar a Manolo!", exclamó mi
padre. Aquella noche vi morir al bisabuelo y me pareció un acto trágico y
hermoso; todos estábamos allí y todos llorábamos discretamente; sólo el
servicio se permitía algún exceso. Ambrosio nos miraba a todos desde su
cama; estaba casi muerto pero se hacía el dormido. "¿Y Manolo?", preguntó
cuando las luces del amanecer llegaron hasta el embozo de su sábana. "Ya
viene de camino", contestó mi padre. Manolo llegó en el expreso de Madrid, a
uña de caballo ferroviario, y llegó como siempre con retraso, tiznado de
carbonilla y sucio de lágrimas y de tristezas. Se acercó a la cama y vio
morir a su abuelo; se abrazaron emocionados y todos sacamos los pañuelos y
le deseamos buen viaje al difunto. La muerte antes era más considerada, no
le importaba esperar, no tenía tantas prisas.
Entré en el cuarto de los difuntos cientos de veces para sentir el aleteo de
los ángeles de la familia, los que habían vivido sólo unas horas, lo justo
para recibir la lluvia apresurada de un bautizo de urgencia. Allí estaban
Luisito, Carmiña, Laureano, Adolfiño, Jesusín. Unos eran serafines, otros
querubines y el resto se parecían al Arcángel San Gabriel, pero todos se
llevaban fatal porque eran primos, cruzaban el cuarto zumbando como avispas
y se daban unos mandobles tremendos con sus espadas flamígeras; yo era el
único que había sobrevivido y miraba con horror y envidia cómo jugaban, y
habría dado media vida eterna por ser entonces uno más en aquel grupo de
niños muertos.
Ahora se vive mejor pero se muere de otra manera. En cuanto toses dos veces
seguidas te llevan a la UVI y te conectan a un ordenador; la familia te mira
a través de un cristal y sólo te rodean los extraños porque dependes de la
ciencia de los demás y de la caridad ajena. La muerte te manda un telegrama,
un recado, para decirte cómo estás y te enteras de que estás muerto por el
encefalograma plano y las radiografías del seguro, porque un ATS te cierra
los ojos y un mozo con mala leche te lleva a la morgue, cuando lo que a ti
te apetecería era ir al cuarto de los difuntos para jugar, al fin, con tus
primos. ∆ |