"Había fresqueras que conservaban el
pescado mejor que la carne y otras que le tenían manía a los higos
miguelinos, por eso nuestras madres le miraban las agallas a las merluzas y
los ojos a los besugos" |
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MAYO 2006
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LA FRESQUERA -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
A hora la gente
considera que los buenos pisos son los orientados a mediodía, para que
la luz del sol llegue hasta el fondo de la cocina, pero antes los más
estimados eran los que miraban al nordeste, ese punto del horizonte que
traía los vientos fríos que permitían que las sobras de la comida se
conservasen perfectamente en la fresquera.
Los constructores de antaño utilizaban la brújula y la rosa de los
vientos para demostrarle a sus clientes que la orientación de la
vivienda era buena, y que el rumbo era el adecuado, porque los pisos
eran como navíos y había que entender de brisas y demostrar
científicamente, y con las cartas marinas en la mano, que la fresquera
no iba a echar a perder las sardinas en escabeche. La fresquera y el
botijo eran la base del confort familiar, el lujo oriental que marcaba
las diferencias sociales. "(Tengo yo una fresquera!...", decía el
boticario en el casino y para no ser menos el señor cura replicaba:
"¡Pues anda que mi botijo!". La gente presumía de fresquera bien
orientada y consideraba al botijo como a un sobrino, como de la familia.
La fresquera tenía sus manías y el botijo tenía alma, un alma sonora y
como de campana; había botijos -el botijo del papa de Roma- que
convertían en milagrosa el agua del grifo y decían que curaba las
verrugas si se bebían siete traguitos sin respirar; yo mismo fui al
Vaticano de peregrinación a beber en el botijo de Pío XII, y cuando
regresé curado y chapurreando el italiano con cierta soltura, me
llamaban en Lugo Joseíño el niño de las verrugas milagrosas.
Las fresqueras tenían sus días faustos y sus antipatías, sus filias y
sus fobias; había fresqueras que conservaban el pescado mejor que la
carne y otras que le tenían manía a los higos miguelinos, por eso
nuestras madres le miraban las agallas a las merluzas y los ojos a los
besugos; los ojos tristes de los besugos demostraban que la fresquera
tenía un mal día, en cambio la mirada soñadora de las sardinas indicaba
que los vientos del norte habían cumplido con su obligación.
Los españoles de los años cuarenta nos pasábamos la vida en los cines de
sesión continua, viendo cómo los artistas de las películas americanas
abrían y cerraban la puerta de la nevera; lo más emocionante era cuando
el protagonista iba a la nevera y ¡zas! sacaba una Coca-Cola helada y se
la daba, como si tal cosa, a Lauren Bacall; y es que nosotros que
teníamos lo fresco en la fresquera, lo que de verdad deseábamos era lo
americano, lo frío, y los más ambiciosos aspiraban a lo helado, y ni los
más soñadores imaginaban lo congelado...
El bienestar consistía en bajar la temperatura para poder detener el
paso del tiempo y que el fantasma de la podredumbre se convirtiese en
una estatua de sal. Lo podrido siempre nos ha amenazado a los españoles
y tal vez por eso las amas de casa olisqueaban la carne -y los pecados
de la carne- cada mañana, para comprobar su perfecto estado de
conservación. El espanto español es el miedo a quedarse podrido, a que
se pudran las ideas de siempre, los principios de toda la vida. Sabemos
por experiencia que cuando se nos pudre la sangre dejamos de ser
nosotros y empezamos a ser ellos, que el odio es el amor con los ojos
melancólicos del besugo putrefacto y que la muerte es la vida que se ha
echado a perder de tanto usarla; la vida triste, solitaria y podrida.
A servidor nunca le gustó la fresquera; era un cuartucho tercermundista
y cutre, un pozo donde nunca se asomaba el sol; parecía, y a lo mejor lo
era, un calabozo; los pisos navegaban como navíos, sí, pero desde el ojo
de buey de la fresquera no se podía ver el mar. Clausuremos esta
habitación definitivamente y hagámoslo sin nostalgias y sin poesías.
Tapiemos la fresquera para siempre para que no resuciten los fantasmas,
para que no vuelvan los espantos. ∆ |