Todos los niños quieren ser bombero. O policía, o
explorador, o pirata informático. Nadie elige ser contable. Sin embargo
tiene que haber contables en el mundo, ¿estamos por ello condenados de por
vida al aburrimiento? |
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MAYO 2006
REESTRENO
POR CAROLINA FERNANDEZ
Pues
mire usted, ya que le veo dispuesto a escuchar un rato le voy a contar un
par de cosas: me llamo Manolo. Encantado. Tengo cuarenta y dos años. Trabajo
por las mañanas en una asesoría fiscal. Por las tardes doy clases de
contabilidad en una academia. Sí, claro, casado. Dos niños. Bien, más o
menos ésta era mi vida hasta el sábado por la mañana, o sea ayer. Lo que le
vengo a contar es algo que me sucedió y que me tiene sorbido el seso, oiga,
que no pienso en otra cosa. Y es que me desperté con un sobresalto que casi
me saca el corazón por la boca, así, sin razón aparente. Me quedé mirando al
techo durante un rato, sin pestañear, quieto como una momia egipcia,
esperando escuchar algo, un ruido, ladrones en casa, cualquier cosa que
justificase el susto que tenía en el cuerpo. Pero no hubo nada. El silencio
habitual de las ocho de la mañana. Empecé a mirar la habitación con
extrañeza, como lo haría un alienígena recién aterrizado. La reconocí,
efectivamente, era mi cuarto, mi cama, mis cortinas, mi pijama, y la
respiración relajada que oía a medio metro de mi cara era la de mi mujer.
Sin embargo por alguna razón me parecía una desconocida, incluso los rasgos
de la cara eran a la vez familiares y extraños. Todo me parecía ajeno. Vaya
cosa, ¿no? Sí, a mí también pareció raro de narices. Me quedé un rato
mirando las paredes, los objetos, como queriendo identificar esa curiosa
sensación, entre cerca y lejos, entre propio y ajeno. Repasé mentalmente lo
que había hecho la noche anterior, por si encontraba algo fuera de lo
normal, algo que llamase la atención, pero no encontré nada. Cené un
bocadillo con una cerveza, y estuve viendo una película antigua, uno de esos
musicales. Eliminada la indigestión. ¿Me habré intoxicado? No creo. Me
encuentro bien. Creí recordar que a veces a alguien le cae un rayo, o le da
una descarga la tostadora, y luego le pasan cosas raras, pero no era el
caso. Me dolía la cabeza al acostarme y me tomé una aspirina. El vaso estaba
en la mesilla de noche. ¿Me habría dado un golpe? ¿Algún tipo de conmoción,
quizá? Me toqué y no me dolía nada. Cerré los ojos con fuerza. Sudaba. Los
abrí de nuevo, pero la extrañeza seguía ahí, envolviéndolo todo. Intenté
dormir esperando que al despertar de nuevo el mundo se recolocase. Nada.
Que si me asusté, pues claro que me asusté. Y quién no, si de repente todo
lo conocido se le aparece como en una niebla que lo hace diferente y
distante. A veces he soñado que vuelvo a mi casa y cuando llego la calle ha
cambiado, mi portal no es mi portal, mi piso no existe. Pero en este momento
estaba despierto y bien despierto. ¿Y ahora, qué? Eso fue lo que me
pregunté. Qué hago. Cuál es el paso siguiente. ¿Disimulo? ¿Desaparezco? ¿Qué
le digo a esta señora que tengo al lado cuando nos veamos a la hora del
desayuno? ¿Estudias o trabajas, para empezar a conocernos? Señor, qué
situación más ridícula.
Me incorporé un poco, como si eso me fuese a ayudar a pensar con más
claridad. Y entonces me vi a mí mismo envuelto en una vida que no parecía la
mía, o por lo menos no era la que yo hubiera elegido si alguien me lo
hubiera preguntado y yo me hubiese dedicado un tiempo a pensar. Siempre se
sueñan vidas con una dosis de aventura, de riesgo. Todos los niños quieren
ser bombero. O policía, o explorador, o pirata informático. Nadie elige ser
contable. Sin embargo tiene que haber contables en el mundo, ¿estamos por
ello condenados de por vida al aburrimiento?
He visto que mi vida ha sido una suma de circunstancias por las que he
intentado pasar lo mejor posible, sin pena pero también sin gloria, como
quien se deja balancear por el aire, y se dirige al norte o al sur según
sople. Me vi compartiendo la vida con personas desconocidas, a pesar de
llevar años respirando el mismo aire contenido entre cuatro paredes. Pensé
que no hace falta sentarse en la cornisa de un décimo piso, con los pies
colgando, para estar al borde de un abismo, con el estómago encogido ante la
decisión. Salto o me quedo. Pruebo o paso. Arriesgo o me dejo morir, porque
exactamente así es como me sentí. Sí, no me mire así, que sé lo que le digo:
a veces uno siente cómo la vida se escapa a toda velocidad por las rendijas
que van quedando vacías, los minutos perdidos, las horas muertas, los días
iguales, la vida sin vida. Y no, no soy un pesimista enfermizo, ya ve, pero
es que ahora estamos aquí, usted y yo, en este parque, charlando de las
cosas de la vida, y me pareció una buena conversación para esta estupenda
mañana de primavera que me parece cargada de promesas. Y es que, verá, he
pensado que no todo el mundo tiene la posibilidad de ser explorador en
Africa ni tampoco pirata, sea informático o de los de toda la vida, ni
corresponsal de guerra, ni documentalista en el Amazonas. Posiblemente no
tendré la oportunidad de dar la vuelta al mundo en velero o viajar hasta el
Artico, o qué sé yo. Sin embargo no por eso tengo que conformarme con sentir
ese vértigo sólo los años bisiestos, y eso si hay suerte ¿no le parece? En
realidad, mírelo así, lo que me ha pasado es lo mejor que me podía ocurrir.
Todo lo que tengo alrededor puede ser visto con otros ojos. Todo se renueva
a diario. Las personas son mundos y los mundos se exploran. Es una
oportunidad para el reestreno.
Sí, ríase. Esa misma cara es la que puso mi mujer cuando, por la mañana, a
la hora del desayuno, despeinada y soñolienta, la cogí por la cintura al
estilo Fred Astaire, y le pregunté: ¿Estudias o trabajas, guapa? Y Ginger
Rogers, con pijama de rayas, se rió. ∆ |