Cuando hace un siglo el retrete se
instaló en las casas de nuestros abuelos y la gente empezó a hacer sus
necesidades en privado, fue el primer aviso de que el campo empezaba a
invadir la ciudad (...) y disimulen ustedes el exabrupto, fue cuando el
noble pueblo español dejó de cagar de campo. |
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JULIO 2006
- EL
RETRETE -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
E l auge glorioso
del cuarto de baño le quitó al retrete hasta el nombre y el excusado
empezó a conocerse a partir de entonces como el water -siempre el
dichoso inglés- el inodoro, la taza, el trono y modernamente por la
denominación genérica del sanitario. Los arquitectos le llaman sanitario
al retrete con toda desfachatez, le ponen la bata blanca de los
enfermeros para dar una sensación de asepsia e higiene hospitalaria y
disimulan con el lenguaje lo que se hace en semejante sitio. Y es que
últimamente las autoridades, los que marcan las pautas en la
construcción y en idioma, nos han salido muy finas.
Cuando hace un siglo el retrete se instaló en las casas de nuestros
abuelos y la gente empezó a hacer sus necesidades en privado, fue el
primer aviso de que el campo empezaba a invadir la ciudad -antes la
aldea, la villa y el pueblo habían tomado al asalto los sembrados- y el
personal dejó de ir a la era, el pajar, la cuadra, el rastrojo y el
trigal, ¡qué bonito lo del trigal!, para mover el vientre y se metía
tranquilamente en el retrete a pagar el débito de su condición miserable
y mortal; o sea, y disimulen ustedes el exabrupto, fue cuando el noble
pueblo español dejó de cagar de campo.
Como las desgracias nunca vienen solas, la desaparición del retrete
originó la decadencia del orinal, que era un antiguo y maravilloso
artilugio cuyo regreso urgente pedimos a gritos desde estas páginas. El
orinal fue un invento sibarita -de la antigua ciudad de Sibaris- que
producía muchos goces y honestas satisfacciones. Todavía recuerdo con
nostalgia cuando en las crudas noches de invierno no era necesario
levantarse para ir al cuarto de baño, y bastaba alargar la mano y allí,
debajo de la cama, fiel como un perro, estaba el orinal amigo, la
bacinilla de porcelana blanca. Qué tiempos aquellos, qué lujos, qué
nivel de vida, qué forma tan distinguida de orinar. Antes se miccionaba,
se hacía pipí, se producían aguas menores o mayores, en cambio ahora se
mea, porque con el cuarto de baño ha llegado a nuestros hogares la
decadencia de la cortesía y se han perdido las buenas maneras y los
eufemismos.
La existencia del orinal y del retrete originaban una liturgia mañanera,
un ir y venir de acólitos y auxiliares, una actividad febril. Marcelina
abría todas las ventanas de la casa para que la noche se fuese volando y
se oreasen los sueños; se retiraban los orinales medio llenos que se
iban a descansar al excusado con el orgullo del que ha sabido estar a la
altura de las circunstancias, con la satisfacción del deber cumplido.
Los orinales, que también se llamaban vasos de noche, tenían algo de
serenos de la miseria y dejaban al pasar un rastro de densa humanidad,
que durante años y mientras fui niño, creí que era el aroma del
amanecer, a lo que olían las madrugadas; después, cuando con la edad
conquisté la noche y me hice noctámbulo y algo poeta, que casi era
sinónimo de perdulario, comprendí que en la noche se hermanan lo bueno y
lo malo de la vida: la meada del viejo, el vomito del borracho, la
puñalada trapera, el sablazo del amiguete, la conversación interminable,
la literatura y el amor. De noche todos los gatos son pardos, los ojos
son verdes y las prosaicas prosas son poéticas.
El cuarto de baño llegó tímidamente disfrazado de enfermera, con el
prestigio de curalotodo que años más tarde tuvo la penicilina. En las
casas barrocas se sacrificó al retrete y en su lugar se instaló una sala
de operaciones perfectamente azulejada y alicatada hasta el techo.
"Tenemos baño, pero gracias a Dios no hemos tenido necesidad de
utilizarlo", decían las gentes de orden en los albores de la higiene, un
momento antes de la gran riada de agua caliente, cuando todavía no nos
habíamos quitado la roña de siglos con estropajo y jabón de olor, cuando
los caballeros de toda la vida no teníamos la obligación ineludible de
oler a desodorante y ser a cada momento un varón dandi. ∆ |