El dolor
de los hombres cayuco y patera, sólo nos escandaliza en la medida en que nos
resulta desagradable, y en la proporción que nos permite mostrarnos
magníficos y dignos en el siempre flamante juego de las solidaridades de
salón, en los cantos de sirena de una filantropía bien remunerada.
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JULIO 2006
La
balsa de la medusa
POR JOSE ROMERO SEGUIN
C ayucos y pateras,
armadías de los horrores como la que con tanto realismo y maestría pintó
Théodore Gericoult en su célebre cuadro, "La balsa de la Medusa". El
dramatismo de las imágenes escandalizó en esa época a los dignos
ciudadanos de una Europa atenta siempre al aseo de las formas para no
formar cabal idea de su culpa. Le resultó entonces insoportable la fiel
representación de la tragedia que se expresa con viveza en la profunda
desesperación de tan desgarrado elenco. Entregados unos a la terca
indiferencia con que nos marca la muerte, abatidos otros por la tristeza
de no querer entender, y la pertinaz tenacidad de los que se empeñan en
clamar en demanda de auxilio, bajo la estampa viva, todos ellos, de sus
cuerpos demacrados y desnudados por la incertidumbre de la deriva en la
inmensidad del mar, y la aún más dura inmensidad que supone constatar
los insignificantes y vulnerables que somos.
Ellos eran soldados de la marina de un país poderoso. No podían, no
debían por tanto, ser tratados por el mar y el aciago destino con esa
suerte de miseria, y lo mejor era por ello acallarlos, no nombrarlos y
mucho menos plasmarlos en imágenes que se muestran insoportables a tan
delicados ojos.
Ejemplos como el que nos ocupa ha habido cientos a lo largo de la
historia, causalmente referidos siempre a sociedades ricas: históricos
naufragios de míticos barcos, civilizados soldados que mueren en lejanas
guerras que defienden próximos intereses, supervivientes que se ven en
la necesidad de comerse a sus compañeros muertos, hombres y mujeres que
mueren bajo la brutalidad del fundamentalismo.
Todo cuanto nos ocurre a la élite que somos se nos antoja además de
terrible, inadmisible, porque lo entendemos como una ofensa inmerecida.
Sin embargo, el dolor de los hombres cayuco y patera, sólo nos
escandaliza en la medida en que nos resulta desagradable, y en la
proporción que nos permite mostrarnos magníficos y dignos en el siempre
flamante juego de las solidaridades de salón, en los cantos de sirena de
una filantropía bien remunerada.
No parece que sean hombres, sino animales, los ocupantes de estos
infantiles cayucos, de esas humildes pateras. A ellos no se les socorre
sino que se les apresa, como si en vez de náufragos fuesen piratas. A
ellos no se les atiende sin antes contar y marcar para un fin puramente
legal. A ellos se les niega el estatus de náufragos, de supervivientes,
porque nadie quiere denunciar la tormenta que ha hundido día tras día el
velero de la fraternidad. Porque nadie quiere reconocer que en la
desmedida ambición de crecer hemos dejado hundir y hundido hasta más
allá de lo asimilable valores que deberían estar por encima del
progreso, como son el de la hermandad, el de reconocernos antes que
magníficos y dividirnos siguiendo los dictados de esa nefasta percepción
entre ricos y pobres, como hombres, y en esa condición concernidos todos
por la tragedia de cada uno de los demás.
Pero quién quiere oír hablar hoy de esa mala pintura de la sangrante
realidad. Nadie. Hoy gustamos de disfrutar en la celebración de ese gran
deportista que cruza a nado el estrecho, o de ese otro que embarcado en
un elegante yate o en moto acuática da la vuelta al mundo, o ese otro
que realiza cualquier otra extravagancia que nos habla de la gran
aventura de vivir, cuando vivir se ha tornado por exceso de cosas
materiales en un hábito insoportable, en una monotonía desdeñable por
comodona y desatendida. Sí, hoy celebramos la aventura en el límite de
la abundancia, programamos por ello viajes a lugares exóticamente
adecentados, y una vez en ellos armados de teléfono móvil y todas las
comodidades, nos imaginamos intrépidos y maravillosos supervivientes
evadidos del tedio de una vida hastiada de puro satisfecha.
Pero estos de los cayucos y pateras qué son sino un incordio que arriba
a nuestras playas con esa mirada de perros apaleados, con esa sarna de
miserias que anuncian sus escuálidos cuerpos mal nutridos y mal tratados
por el mar que les arrastra sin cuidado y los embates de una vida que
les empuja a ese mar.
Nosotros somos frontera con el hambre y en el nombre de ese dudoso
privilegio reclamamos ayuda a los demás países europeos para que
participen del gasto en el sellar fronteras, en Africa a ser posible,
para evitar que lleguen a nuestras costas, para deshacernos de ellos en
origen, originando así una villanía más en el trato que les debemos.
Los atrae la ostentación y la desmedida e innecesaria atención que colma
nuestras necesidades, y les recomendamos que se desarrollen, que
crezcan, que nos imiten, mientras que por detrás de la escena no hacemos
sino potenciar todos aquellas políticas orientadas a mantenerlos
dependientes de nuestra putrefacta caridad, para que no representen
jamás una amenaza para nuestro sistema económico.
Así nos vemos hoy, cayucos y pateras de la peor especie navegando sobre
su futuro encallado en los arenales de nuestra nunca satisfecha
ambición. ∆ |