Sin saber muy bien por qué y después de
tantos años de indiferencia me acuerdo con nostalgia del pasillo y lo
idealizo y lo rememoro con preciosos tintes color violeta. |
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FEBRERO 2006
EL
PASILLO
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
E n las casas de antes
los pasillos tenían una excelente consideración social: "¡Qué bonita casa
tienen ustedes, qué soleada, qué amplia y sobre todo el pasillo da gozo
verlo!", -decían las visitas admiradas. Se valoraba el pasillo enrevesado y
tortuoso, el laberinto doméstico que era como un desfiladero que conducía a
las ignotas habitaciones del fondo: la de la plancha, la de los baúles, al
dormitorio de Marcelina, al cuarto oscuro de los ratones...
Los hombres de mi generación o se criaron en la calle como perros sin amo o
estuvieron recluidos en casa como monjes trapenses. O sea, fueron hijos del
libertinaje u honestos jóvenes con todo el futuro por delante. Los primeros
se hicieron bohemios en el arroyo, los segundos se convirtieron en
respetables funcionarios en el pasillo. Los calaveras de antaño frecuentaban
los billares y las casas de lenocinio, salían con señoritas de mala nota y
terminaron algunos por su mala cabeza, pintando cuadros, escribiendo
canciones y dirigiendo películas mientras los demás, a base de esfuerzo y de
horas de estudio, conseguimos labrarnos un porvenir y aquí estamos, tan
ricamente y la mar de calentitos, aburriéndonos como Dios manda en la
oficina.
En este momento y sin saber muy bien por qué y después de tantos años de
indiferencia me acuerdo con nostalgia del pasillo y lo idealizo y lo
rememoro con preciosos tintes color violeta y lo cito aquí al lado de los
bulevares esos que nunca volverán, de los viejos cafés que se han muerto
para siempre, de los cines cerrados, de los teatros clausurados. Los señores
de cierta edad además de ser unos caballeros aburridísimos nos ponemos muy
pesados cuando recordamos nuestra infancia y a la menor ocasión pronunciamos
el triste discurso de cuando el Quijote ya no era don Quijote porque había
recuperado la cordura y ya era solamente, un viejo sensato, patético y
cansado; el discurso aquel con el que don Alonso Quijano se amortajó a sí
mismo y se fue pian pianito sin Rocinante ni escudero al otro lado de la
vida, a la literatura, y que decía, si mal no recuerdo, que en los nidos de
antaño no hay pájaros hogaño, Sancho amigo.
La vida en las casas de antes pasaba en el pasillo y por el pasillo. Allí
aprendimos a montar en bicicleta y a mirarle las piernas a Marcelina que
fregaba hincada de rodillas y que además, (¡oh cielos qué maravilla!) usaba
unas medias negras como sólo hemos visto después en las piernas de Laura
Antonelli. Nos hicimos de un solo golpe esforzados de la ruta, lectores de
Emilio Salgari y voyeurs ocasionales. Descubrimos la fantasía, el juego y el
sexo y nos hicimos e hicieron entonces lo que ahora somos y aunque no hemos
conseguido ser libres como los hijos de la mar, algo libres y bohemios sí
que somos porque aprendimos a navegar por los siete procelosos océanos del
pasillo, y eso, a pesar de la calvicie y del reuma, del cólico nefrítico y
del colesterol, imprime carácter, y es como una arruga en el alma, como un
diminuto tatuaje de pirata.
Las casas de antes eran muy grandes, sí, pero para compensar todas las
habitaciones estaban cerradas y cuando se oreaban por primavera se circulaba
por ellas con respeto reverencial. Nadie podía entrar en la salita de
recibir, ni desayunar en el comedor de palo de rosa, ni pisar el despacho
del cabeza de familia, ni jugar en la habitación de invitados. La
biblioteca, faltaría más, tenía pocos libros y todos heredados de un
pariente lejano y por si las moscas estaban escritos en francés para que
nadie tuviese la tentación de echarles una ojeada. En las casas de antes
sólo la cocina y el pasillo estaban llenas de vida y de risas, de gritos y
de suspiros, de lágrimas y de pasiones. El pasillo olía a coliflor y a
rosario en familia; en la cocina se preparaban las oposiciones y se perdía
la inocencia y por el pasillo se iban un día desfilando con cierta alegría
melancólica, casi huyendo, la niña vestida de blanco con su velo de tul
ilusión, el abuelito pilotando un ataúd y disfrazado de San Francisco de
Asís, el tío Pepe, que decían que era de la acera de enfrente y que bailaba
tan bien el tango, el novio infiel, la criada ladrona y el autor de este
escrito que como era medio tonto se creía que la literatura y el prodigio
había que buscarlos en las estepas de Castilla, lejos del mar, donde se
mueren los poetas y habitan las musas y los dragones.
El pasillo con los años ha perdido su prestigio social y se ha convertido en
un espacio infame: "(Qué horror, qué pasillo!)", exclama la compradora de
pisos como si en lugar de una casa el constructor le estuviera enseñando
algo obsceno. Todo lo que ocurre en el pasillo es odioso e innoble: en los
pasillos del Congreso los políticos pactan a espaldas del pueblo y en los
pasillos de los hospitales se mueren los enfermos del seguro. Qué vergüenza,
dicen las buenas gentes, porque lo malo no es pactar o morirse, lo terrible
es pactar o morirse en el pasillo.
Y para que no cunda el pánico los arquitectos, que son profesionales
competentes, han conseguido devanándose los sesos diseñar casas sin pasillo
y los arquitectos japoneses que todavía son más apañaditos han logrado
dibujar los pasillos sin casa. En las casas sin pasillo se vive, estrecho y
apretadillo, pero se vive. En los pasillos sin casa los diminutos japoneses
se aparcan cada noche como Toyotas y sueñan que son unos valientes samuráis
y que se hacen el hara-kiri con un cuchillo de papel. ∆ |