La ingenuidad se ha ausentado del
quehacer político, y se ha instalado en su lugar el egoísmo. Ya no se
trata de hacer un mundo mejor para todos sino de hacer un mundo a imagen
y semejanza de nuestras ancestrales ambiciones. |
|
ENERO 2006
POLITICA E INGENUIDAD
POR JOSE ROMERO SEGUIN
A menudo nos alarmamos y desesperamos
por la pérdida de alguien o de algo, y ese dolor nos enaltece en la medida
que pone de relieve que somos además de memoria, conciencia.
Pero qué conciencia nos ha llevado a ignorar la ingenuidad a la hora de
hacer política, a la hora de gobernar. A dejarla morir, digo, y enterrarla a
hurtadillas, o permitir, con todo el descaro del mundo, que se pudra en
mitad de la calle, como si en vez del órgano esencial para la convivencia
que es, fuese el frágil cadáver de un gorrión, o un puñado de hojas escapado
de un indiferente parque otoñal.
Sean una u otras las razones, por cierto, todas terribles y extensas como
nuestros voraces intereses, el caso es que hoy por hoy la ingenuidad se ha
ausentado del quehacer político, y se ha instalado en su lugar el egoísmo.
Ya no se trata de hacer un mundo mejor para todos, en función de lo que
nosotros alcanzamos a entender como mejor, sino de hacer un mundo a imagen y
semejanza de nuestras ancestrales ambiciones. Ya no cabe el ingenuo y bien
intencionado error de pensar que un pensamiento puede vestir a toda una
pluralidad de pensamientos, ni mucho menos tomar una decisión en función de
mayorías determinadas por procedimientos democráticos. Hoy, lejos de eso, el
político legisla y gobierna atento a dos aspectos concretos: dar
satisfacción a sus intereses particulares y a los del grupo que los
sustentan.
Sin ingenuidad no hay posibilidad de ideología, ni de justicia, tampoco
esperanza de cambio, pues aún en las más innovadoras políticas habita la
vieja carcoma del lucro personal o grupal, lo que las hace lógicamente
viejas, incluso en el mismísimo y resplandeciente acto de ser promulgadas.
Es cierto que tal circunstancia debería estar prevista, pero la previsión es
también objeto político, y como tal, está a su servicio. De ese modo
despertamos a la vida social huérfanos de ingenuidad y de previsión, y nos
sentimos desorientados, es más, deseando entregarnos dando por bueno aquello
que no lo es. Pues si la condición humana demanda esa suerte de inhumanidad,
lo que se exige no es sino firmeza a la hora de expulsarla de inmediato del
ideario social y político. Sólo es merecedora de atención aquella condición
de la que nace nuestra capacidad por superarnos, por ello no debería
consolarnos ninguna otra, si no es para constituirla en garantía de que todo
permanezca igual. Ahora, si de lo que se trata es de eso, pues entonces no
hay cuidado, en ese caso el camino es el correcto, y la absolución está ya
dispuesta en los altares desde los que se pronuncian todos los discursos y
se esbozan las líneas maestras de las siempre eternas corruptelas.
No se trata pues de cambiar de gobierno, sino de exigencia, pero la
exigencia demanda independencia de pensamiento y voluntad de ejercerla: no
militancia, no rendición en el nombre de ese rabioso: "los nuestros",
mayestático y bufón, que no remedia más que el torpe ánimo de venganza o el
de dar satisfacción a la impotencia que nos aqueja. Debemos hacer de la
exigencia la única excelencia, el único principio y el único fin de nuestro
particular ideario ideológico y social. Basta de palabras vacías, de
promesas incumplidas, de servilismo en fin, a una causa que no es sino la de
ellos.
La revolución pasa por una sociedad civil organizada, independiente e
imbuida de un elemental y común sentido de justicia. Otra cuestión es su
desarrollo; para ello sí se necesitan elementos que exigen una mayor
precisión en su formulación y puesta en práctica, pero si previamente han
sido impregnados de la carga de ese necesario sentido de justicia, éstas se
irán estructurando y nucleando en torno a esa premisa esencial, lo que las
va a llevar a ser eficaces en todos los sentidos y sensibles a todos los
sentimientos.
Las decisiones más desfavorables para nosotros que se hallen imbuidas de esa
idea podrán resultarnos enojosas, pero no insoportables, pues la razón que
pesa en su esencia desactiva el menor atisbo de injusticia. Y eso nos
conforta aún en la rabia de sentirlas faltas de sintonía con lo que nosotros
demandábamos. Es más, en el momento en el que comprendamos que ese hecho de
justicia no obedece a una casualidad o estrategia determinada, hallaremos en
ella la más sólida y libre de las garantías de que jamás se van a vulnerar
nuestros derechos.
Hoy todos los conflictos se fraguan sobre el principio de desconfianza. De
ese modo a una decisión injusta se le responde con otra, es más, no se
espera a conocer su naturaleza, sino que ya antes de que ésta pueda
demostrar si lo es o no lo es, se le contrapone la debida respuesta; con lo
cual la desconfianza se afianza como la más firme coartada en favor de la
injusticia, a la que no tenemos el menor rubor de tildar de justa.
La ingenuidad no nos predispone a ser víctimas de la mentira como algunos
propugnan, sino que nos dispone para ser la única verdad que soporta la
justicia. ∆ |