
Las mujeres de antaño se
desnudaban ellas solas, pero para vestirse necesitaban la colaboración
desinteresada de un señor, de un caballero, que les subía la cremallera de
la espalda. La cremallera era la confidente de las mujeres, la depositaria
de sus secretos más íntimos. |
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DICIEMBRE 2006

- EL
VESTIDOR -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
Ahora que con la desnudez las mujeres han
recuperado la inocencia, de las casas ha desaparecido, por inútil, por
superfluo, el vestidor. Las señoras de antes se desnudaban en el
dormitorio y delante de su marido, pero se arreglaban a solas en el
vestidor. O sea, las mujeres decentes se desnudaban con público y se
vestían en privado.
Qué bonito y excitante resultaba contemplar a una mujer mientras se
vestía, observarla cuando rebuscaba en un cajón de la cómoda la braguita
negra, espiarla mientras se abrochaba el liguero y colocaba sus piernas
a media asta, como una bandera, tratando de hallar la recta espacial con
la media transparente que dividía la pierna en dos partes simétricas;
qué misteriosos me parecían los tarros de crema, los suaves ungüentos,
los afeites que suprimen los surcos del paso del tiempo y amputan las
patas de gallo. El candor de una mujer desnuda nunca me ha interesado
por virginal, por inocente, pero me he pasado horas contemplando cómo
mujeres medio vestidas se dibujaban las cejas y los labios, o luchaban
con bravura para colocarse las prótesis de la seducción: la peluca
rubia, las rizadas pestañas postizas, el sostén con goma espuma y
cruzado mágico, los zapatos de tacón de aguja y el corsé made in París
de la Francia.
Las mujeres de antaño se desnudaban ellas solas, pero para vestirse
necesitaban la colaboración desinteresada de un señor, de un caballero,
que les subía la cremallera de la espalda. La cremallera era la
confidente de las mujeres, la depositaria de sus secretos más íntimos.
Las damas, como no podían decir que sí sin dejar por ello de ser unas
señoras, inventaron el lenguaje de las flores, el idioma del abanico y
el pretexto de la cremallera. Las mujeres le mentían a su diario íntimo
pero le decían la verdad a la cremallera de su traje de novia y sólo
ellas sabían que en la intimidad del dormitorio el hombre al que querían
para toda la vida, el padre de sus hijos, era el que les subía la
cremallera cada día, pero sólo estaban dispuestas a perder la cabeza
durante una hora de insensato frenesí si en su camino se cruzaba un
hombre, un amante, mezcla de golfo y de caballero, medio truhán y algo
señor, que le supiese desabrochar ese botón de imposible acceso y les
bajase, lentamente, la cremallera de la espalda.
El vestidor ha desaparecido de las casas modernas porque las mujeres han
ido perdiendo prendas íntimas en el pasillo del tiempo. En un
strip-tease que ha durado treinta años se han ido desprendiendo de las
enaguas que las esclavizaban, de las camisetas que las ataban a los
convencionalismos sociales, de los zapatos de tacón alto que les
impedían correr detrás del autobús, de las capelinas de armiño que las
disfrazaban de obispo, de los velos que las sacralizaban y sobre todo de
la faja; la liberación de la mujer llegó cuando le tiró la faja a la
cara al marido machista y salió de casa dando un portazo para conquistar
el mundo. Al principio, y por las prisas, también le tiró el sostén y
durante algún tiempo se interpretó su uso como algo infamante, como un
símbolo de sumisión, pero volvió a recuperar el prestigio cuando las
vanguardias comprobaron que se pueden derribar barreras mentales y
costumbres injustas, pero que es imposible ir contra las leyes de la
física por muy molestas que resulten.
La liberación de la mujer liberó de paso al hombre porque el vientecillo
de la libertad es bueno para todos y, en el fondo, ser un tirano es una
lata. Ellas dejaron de ser unas esclavas y nosotros ya no tenemos que
ser unos héroes y el sujetador regresó al vestuario femenino, pero esta
vez, ay, sin el cruzado mágico. ∆ |