Y así,
comenzaron las campanadas. Hice lo que pude, lo juro, pero no fue
suficiente. A la tercera ya se había producido el colapso en mi esófago. El
de al lado, me dio una colleja solidaria y me informó, por si no me había
dado cuenta: "Que te atragantas, chavaaaal..." |
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DICIEMBRE 2006
NOCHE DE UVAS
POR CAROLINA FERNANDEZ
Faltaba
una hora para las campanadas. Miré el reloj. En mal momento se me ocurrió
salir a la calle. Pero claro, ya era tarde para arrepentirse. No podía
desandar el camino andado porque a mis espaldas la multitud cerraba filas,
como la compuerta de una presa, e impedía retroceder. Lo intenté, no
obstante, pero mis brazadas furibundas en aquella marea humana no tuvieron
resultado. No había más camino que hacia delante. ¿Hacia dónde? Hacia la
Puerta del Sol, claro, que es a donde va todo el mundo ese día, en ese lugar
y a esa hora. Así que no había más que hacer. Ni siquiera era necesario que
realizase algún tipo de esfuerzo físico. La multitud se encargaba de todo.
Yo iba casi en volandas, con los antebrazos pegados al cuerpo y sin poder
separar los pies más de una cuarta. Con esos andares de geisha avanzamos
unos ciento cincuenta metros hasta que divisamos una de las entradas
laterales a la plaza. Supongo que estaba abarrotada. Supongo, porque no
podía ver más allá de la nuca sudorosa que tenía a dos centímetros de mi
cara. A mi lado, un grupillo hacía verdaderos malabarismos para avanzar con
un cigarrillo en una mano y un gran vaso de plástico rebosante de cerveza en
la otra. Se ve que tenían práctica en eventos multitudinarios, porque
lograban mantener bastante bien el contenido dentro del recipiente. Como
vieron que miraba de reojo debieron pensar que estaba solo y desamparado en
este mundo, en noche tan señalada como ésa, y como estamos en fechas
solidarias decidieron adoptarme. Me echaron el brazo por los hombros y me
pusieron en el centro del corrillo. Yo intenté en vano zafarme con
educación, pero ni siquiera era capaz de escuchar mi propia voz, así que
creo que para ellos yo no era más que un individuo gesticulante, que gritaba
como el que más, o sea, como ellos, de modo que me sumaron a su fiesta. Para
animar el ambiente empezaron a dar saltos y a cantar aquello de "a por
ellos, oé, a por ellos, oé..." Cierto es que no venía al caso, pero ¿quién
se fija? El soniquete lo mismo vale para un roto que para un descosido, y
tiene además otra ventaja, y es que la letra no requiere gran esfuerzo
intelectual, imposible por otra parte en tales circunstancias, así que con
las caras rojas, sudorosas y desencajadas, mis camaradas entonaban con mucha
entrega y poca gracia el himno polivalente. Yo también saltaba, aunque con
distinta intención: encontrar el punto flaco de aquella muralla humana para
escabullirme. Creo yo que pensaban que botaba con ellos con gusto, al ritmo
de la cancioncilla, así que acabada la primera estrofa reengancharon con la
segunda, que para todos los efectos es exactamente igual que la primera, "oé,
oeeeeeé... A por ellos...". Y así estuvimos un rato. El caso es que entre
salto y salto, y con la ya notable influencia etílica, resultó completamente
imposible mantener el equilibrio de los vasos por más tiempo, y en un
segundo varias tsunamis cerveceras se volcaron sobre este servidor que,
dicho sea de paso, era bastante más canijo que aquellos vikingos, y que por
circunstancias se encontraba en aquel momento en el puto medio del corrillo.
En un momento me vi bañado de arriba abajo. Evidentemente la risotada fue
general. Aprovechando el momento de flojera del personal, me largué por una
esquina y traté de moverme hacia un lateral. Un grupo de chicas me rodearon
durante un momento, me sonrieron, me tocaron el trasero con descaro y me
llamaron "guapo" con cierta lascivia, o al menos es lo que quise yo creer en
aquel momento. Pestañeé una décima de segundo -mayormente porque la cerveza
me escocía los ojos- y al volver a la realidad habían desaparecido, y con
ellas también mi cartera y el móvil. Afortunadamente conservaba las llaves
de casa. No me dio tiempo a compadecerme de mí mismo ni siquiera un ratito,
porque en aquel momento empezaron a sonar los cuartos y la gente
literalmente enloqueció. El rugido general fue tan ensordecedor que toda la
plaza se elevó unos centímetros por encima del suelo. Alguien me colocó un
sombrero de pico con guirnalda, me puso una botella de champán en la boca,
un matasuegras en una mano y un bote con uvas despepitadas en la otra. Ya
digo, la gente desparrama solidaridad con los desamparados. Y así,
comenzaron las campanadas. Hice lo que pude, lo juro, pero no fue
suficiente. A la tercera ya se había producido el colapso en mi esófago. El
de al lado, me dio una colleja solidaria y me informó, por si no me había
dado cuenta: "Que te atragantas, chavaaaal..." He de decir en mi descargo
que siempre fui de cuchillo y tenedor, y comer reposado, así que aquella
prueba fue para mí una iniciación a la bacanal. Veía a mis vecinos de
campanada engullir uvas y rezumar mosto por la boca con gran placer,
mientras yo pasaba peligrosamente del rojo al violeta. A dios gracias, sonó
la decimosegunda y la gente empezó a felicitarse el año, de modo que antes
de llegar a un punto sin retorno recibí entre los omóplatos semejante
palmada solidaria que bastó para destupir lo que estaba tupido, y asentarme
en el mundo de los vivos, donde recibí besos y abrazos de numerosos
desconocidos que me dejaron las mejillas pringadas de zumo y sudor. Así
entré en el nuevo año.
De modo que sí, lo confieso, yo soy uno de esos perros verdes que en Fin de
Año no sólo no sale a celebrarlo, sino que se cierra en casa con las
ventanas trancadas, en plan antisocial. Mis zapatillas, mi sofá y yo hacemos
un ménaje à trois perfecto, que me permite entre otras cosas comerme
las uvas de una en una, a mi ritmo, saboreándolas, acordándome de lo bueno
que hubo y pensando en lo que vendrá.
El resto del mundo puede esperar un poco, que nos queda mucho año.
Suerte con las uvas. ∆ |