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EL ALEPH

 

Paradójicamente podemos transplantar un hígado pero no somos capaces de injertar en nuestra razón un elemental impulso humanitario que nos haga entender que de nada vale el progreso cuando no viene de la mano de la justicia social, de la libertad, de la tolerancia.

AGOSTO 2006

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El funesto teclaico
POR JOSE ROMERO SEGUIN

En el día a día nos miramos una y otra vez en el aséptico y frío azogue de un cristal que no nos refleja sino que, cuando no alcanza a descifrarnos, pasa directamente a interpretarnos a fin de ofrecernos sin el menor esfuerzo de implementación, nitiditos y, por supuesto, resueltos en la lógica de su basto laberinto algorítmico.
Esa luna opacada se acomoda en casi todos los espacios de nuestra existencia: En la mesa del despacho, en la del salón, en el bolsillo del pantalón, en las calles, en los escaparates, en el alma, en fin, de nuestros días, para convertirnos en dioses de un cielo a la medida de su voraz apetencia. Es cierto que cuando nos miramos en ella no alcanzamos a vernos, ni a comprendernos, sin embargo, nunca antes nos sentimos tan poderosos, tan definidos y resueltos, tan en la cima de un mundo en el que, no cabe duda, nosotros y sólo nosotros somos los auténticos dioses.
Hoy la tecla es la palanca que mueve al mundo sin necesidad de ningún punto de apoyo. Hoy un impulso electrónico es el pulso que ajeno al corazón nos permite seguir vivos en el ir y venir de la marea cotidiana. Hoy no hay otra razón que aquella que transita ignota en el viento a través de los cada día más sofisticados y sutiles cables. Por ellos, como por los callejones de la historia, pero sin dramatismo ni ánimo histriónico, se firman tratados de comercio y redactan comerciales declaraciones de derechos. Se declaran también guerras. Guerras que, además, se deciden en un puñado de teclas.
El hombre, es cierto, es dios, pero en el tacto de la mano que acaricia la mejilla de su hermano, en la de su amante o en la de su enemigo. Lo es también en el latido rojo y visceral de ese corazón caballo con el que galopa al ritmo de sus emociones. Hoy el hombre tiene necesidad, siempre la ha tenido, de ser dios, para de una vez por todas ignorar a los dioses y centrarse en los hombres. Pero para liberarse de esa ancestral fe hay que renunciar a todas aquellas que en el nombre del progreso nos retrotraen una y otra vez a la atávica condición de bestias, sofisticadas eso sí, pero bestias al fin y al cabo.
En pleno siglo XXI podemos tanto en lo tecnológico que no cabría pensar que no pudiésemos tampoco en lo humano. Lo que me lleva a reflexionar sobre el evidente desfase entre un extremo, el meramente utilitario, frente al esencialmente determinante, a mi juicio, a la hora de calibrar el progreso o retroceso en el avance que de verdad estamos necesitados.
Somos una mentira electrónica capaz de convertirnos, hasta los más negados, en auténticos magos capaces de multiplicar los panes y los peces de unas necesidades, en muchos casos, de dudosa utilidad. De hecho, cuando nos decidimos a comprar un aparato y se nos habla de él, de sus características y prestaciones, comprobamos que muchas de ellas nos resultan inteligibles y claramente superfluas, pero capaces de impresionar a propios y extraños. Y de las que cuando, venciendo la vergüenza que produce la que se nos antoja inexcusable ignorancia, preguntamos para qué sirven, obtenemos una críptica o desangelada explicación por parte de la persona encargada de endosárnoslo. Que, por supuesto, percibimos de lo más peregrina, lo que lógica y definitivamente nos desborda, tanto que desde ese momento tenemos la certeza de que por esa misma razón lo vamos a comprar, y también que jamás vamos a hacer uso de ella. Lo aprenderemos, eso sí, de memoria, por aquello de decir, ojo, está preparado para conexiones Hpt de alta reverberación tridimensional.
Pero una vez a solas con nosotros mismos comprobamos que seguimos enganchados a las viejas redes alámbricas del odio, de la intolerancia, de la envidia, de la indignidad. Ante esa evidencia buscamos afanosos poder hallar y pulsar en nuestro interior las teclas que nos permitan volver a ser eso que ahora somos, un puñado de desaprensivos dotados de novísima tecnología en materia de ignorarnos.
Buena prueba de ello es que cada día se hacen necesarias más y más leyes restrictivas. Más y más controles sobre nuestros impulsos. En lo que supone la más trágica de las contradicciones. Paradójicamente podemos transplantar un hígado pero no somos capaces de injertar en nuestra razón un elemental impulso humanitario que nos haga entender que de nada vale el progreso cuando no viene de la mano de la justicia social, de la libertad, de la tolerancia, del reconocimiento de los derechos de todos y cada uno de los hombres y mujeres del planeta.
Afirmo, pues, que no progresamos, sino que retrocedemos, porque hoy a diferencia de ayer, la voluntad de dejar huérfano a medio mundo de los oasis de éste responde a algo más que la lógica inercia de la selección de la especie. Se planifica conforme a un procedimiento diseñado por una pluralidad que se ha percatado de que la información, lejos de ser esperanza, es poder; que el pensamiento, lejos de ser universal, es particular; que el descubrimiento, lejos de ser el medio que nos hermana y enriquece, es el fin que nos esclaviza y empobrece. ∆

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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