La salita servía para recibir, pero
sobre todo para recibir al futuro; se amueblaba pensando en lo por venir,
para que la vida y la muerte tuviesen un lugar donde sentarse. |
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ABRIL 2006
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LA SALITA DE RECIBIR -
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
Las
familias de antes estaban siempre de punta en blanco esperando que llegasen
las visitas y la vida para invitarlas a entrar en la salita de recibir. La
salita, que era la mejor habitación de la casa, se llamaba así por la
natural modestia que adornaba a los arrendatarios de las fincas urbanas
cuando le decían a las visitas: "Pase, pase usted a la salita que estaremos
más cómodos". La salita podía medir treinta o cuarenta metros cuadrados y
estaba siempre impecable, recién encerada y amueblada con un barroquismo
tradicional y un exquisito mal gusto: la lámpara de cristal de roca, la mesa
de caoba, el tresillo carmesí, la fotografía del niño con su trajecito de
primera comunión, el espejo...
La salita servía para recibir, pero sobre todo para recibir al futuro; se
amueblaba pensando en lo por venir, para que la vida y la muerte tuviesen un
lugar donde sentarse; para que la suerte y la desgracia supieran donde
encontrarnos y no tuviesen que buscarnos por todas las habitaciones de la
casa gritando como locas.
La vida llegaba tarde o temprano a la salita como un potro desbocado y la
amueblaba con lagrimones redondos; fecundaba aquel espacio vacío, le daba un
sentido, la llenaba de significado. Nunca la novia fue más hermosa, ni la
comulgante más pura, ni la viuda más patética que cuando se sentaban, muy
señoras las tres, con su uniforme de mujer tradicional española a encarar el
porvenir con coraje femenino. Eran una y trino: la viuda conservaba un
ramalazo de inocencia, la novia oteaba el futuro con un catalejo de triste
esperanza y la niña con su traje de primera comunión tenía en su carita
sonrosada el germen de la viudez prematura, el pragmatismo de los que
sobreviven al naufragio de la familia. La mujer española no sabía cuándo
llegaría la suerte o la desgracia, cuándo ocurriría lo fausto y lo infausto,
pero sí sabía cómo y dónde estaría ella: Estaría bien peinada y
correctamente vestida en la salita de recibir llorando por el difunto y
esperando que llegasen las visitas.
Los hombres pasábamos por está habitación andando de puntillas, a paso de
banderillas, como en volandas. Sabíamos que la salita de recibir pertenecía
a las mujeres y que nosotros éramos el novio que no había llegado todavía o
el marido que había salido a comprar tabaco, pero siempre estábamos de más
por anacrónicos e inoportunos; nosotros no formábamos parte de la familia:
éramos el varón proveedor, ese señor tan serio y con cara de huésped que
pagaba las facturas y vivía en las habitaciones de atrás; éramos, en el
fondo, una visita.
Los hombres nos incorporamos a la familia, fuimos uno más del grupo cuando
desaparecieron las habitaciones en que permanecimos prisioneros de nosotros
mismos: la biblioteca, el despacho, la salita de recibir. Los hijos
conocieron a su padre cuando en lugar de verlo en la salita de 30 metros lo
trataron en el salón de 18. Se percataron de que los padres también lloran
cuando le vieron emocionarse ante el televisor en el salonazo de 10 metros.
A medida que las viviendas se iban reduciendo de tamaño las familias se iban
conociendo mejor; los hijos en los apartamentos le pierden el respeto al
cabeza de familia pero lo quieren mucho más que en las enormes casas del
otrora. La familia se fortalece a medida que el piso se desinfla. Con la
vuelta al cuchitril y a la covacha, con la recuperación del refugio
prehistórico hemos perdido calidad de vida pero ganado un clan, una tribu,
una familia. El padre ya no tiene que parecer un líder carismático y
distante y no necesita morirse para convertirse en un mito; ahora es un
hombre asustado y entrañable al que se le quiere aquí y ahora, en vivo y en
directo.
Con la desaparición de la salita de recibir han dejado de llegar las
visitas. Ya nadie viene a nuestra casa a tomar chocolate con picatostes y
para que no quepa ninguna duda, para que sepan a qué atenerse los
forasteros, cuando el abuelito se muere la desconsolada parentela lo dice
muy clarito en la esquela: Que no venga nadie, por favor; la familia no
recibe. ∆ |