Estamos tan acostumbrados a los problemas inventados,
que los de verdad nos parecen fantásticos, fruto de la imaginación de los
periodistas. |
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SEPTIEMBRE 2005
MUNDO VIRTUAL
POR CAROLINA FERNANDEZ
C reo que más o menos
todo el mundo conoce lo que es la especulación: esa maniobra económica que
consiste en comprar, retener lo comprado, esperar a que se inflen los
precios y luego vender. El precio de las cosas es, pues, un concepto
abstracto que no depende del valor de los objetos en sí, sino de factores
político-económico-sociales y hasta emocionales. El especulador juega en un
mundo en el que las cosas abandonan el plano material y se convierten en
cifras de un mundo virtual, expuestas a las borrascas y los anticiclones del
mercado global.
Curiosamente, de la especulación se dice que pese a todas las críticas,
sirve para regular los mercados (claro que eso lo dicen mayormente los
especuladores). Habría que entender qué significa tan peculiar expresión.
Repitámosla: regular los mercados. Yo sé regular el volumen en la televisión
y la temperatura del horno. Pero ¿regular los mercados? Es decir, que
especulando un poco con el mando de la tele, el pollo se me quema, mi piso
se revaloriza y baja la bolsa. Detengámonos ahí un segundo: ¿baja la bolsa?
Otro concepto virtual completamente asumido, y que manejamos con apabullante
soltura, como si perteneciese al mundo real, es más, como si supiésemos de
qué estamos hablando, es más, como si nos importase. En fin, continúo.
Recientemente se ha dado un paso más. En Japón, un estudiante chino que en
sus tiempos libres es pirata informático (o al revés, un pirata informático
que en sus tiempos libres estudia) ha sido detenido por robar. ¿Robar qué?
Bien, ahí vamos: hay un videojuego, que no nombro para no hacerlo más
famoso, en el que se pueden obtener "vidas", o elementos que otorgan poder
al jugador. Este chino-pirata-estudiante-japonés encontró un agujero en el
programa para robar eso: vidas. Y más que eso: el muy listo se montó el
negocio vendiéndolas en subastas on line, es decir, en la red, es decir,
etéreas. Yo nunca he participado en ninguna subasta on line, sólo las
conozco gracias a las noticias que aparecen de tarde en tarde, sobre
millonadas que paga la gente por cosas como un sándwich putrefacto en el que
se aprecia la imagen de la Virgen o las bragas que alguna famosa llevó
indemostrablemente en su noche de bodas. Cuando uno tiene alguna cosa
extraña guardada en el cajón y necesidad de efectivo en el banco, puede
acudir a alguna de estas subastas para ganarse unos cuartos, porque, no lo
dude, por muy anormal que sea la propuesta, siempre hay alguien que compra.
El mundo es muy grande.
Pero continúo. Supongo que si mi devoción a la Virgen me lleva a comprarme
un sándwich putrefacto, me sentiré enormemente complacida cuando reciba en
casa un paquete certificado con mi adquisición, algo más putrefacta debido
al correo y sus demoras, pero por lo menos tengo algo entre las manos. Lo de
este estudiante-pirata-chino-japonés es más delicado. Yo sería incapaz de
decirle a mi psiquiatra que me he gastado los euros en una reencarnación de
videojuego, que es una cosa que sólo existe si enciendo mi ordenador. Quiere
eso decir que si apago la máquina mis adquisiciones virtuales desaparecen.
Es decir, nada. Humo. Vacío. Puff. También podrían revalorizarse, cotizar en
bolsa. Dicen que el negocio de compraventa de vidas virtuales mueve unos
1000 millones de dólares al año, no se sabe si son billetes reales o cifras
virtuales. Si estoy mal de dinero ¿podría quizás hipotecar mi encarnación
virtual recién adquirida? ¿Revenderla en el mercado negro? Y si mi vida
virtual me gusta tan poco como mi vida real ¿puedo cambiar de videojuego? La
gente se aburre, estoy convencida. Se aburre mucho. Pero mucho, mucho.
Otro ejemplo: Benedicto XVI hace su primera aparición pública ante un millón
de jóvenes. Un millón tiene seis ceros. Mmmm, no está mal. Uno tiene la
sensación, viendo las imágenes, de estar asistiendo a la escena de una
película: planos muy cuidados, puesta en escena impecable, iluminación
estudiadísima para crear ese efecto intimista, imposible cuando hay un
millón de personas juntas, pero posible cuando hay gracia divina de por
medio. Llama la atención que todos los jóvenes asistentes tienen de
principio a fin una amplia y estática sonrisa grabada en el rostro, que si
no supiésemos que es virtual, diríamos que es bobalicona, y eso a pesar de
que, según cuentan, el acto debió de ser un peñazo del demonio -nunca mejor
dicho- mal montado y peor organizado. Esos eventos tan multitudinarios están
programados para ser un bombazo virtual. De repente un cardenal más o menos
anónimo se convierte en mito de masas. Por fuerza ha de ser un fenómeno
virtual, naturalmente, aunque para muchos miles de personas pasa por real,
de la misma manera que muchos viven su vida de videojuego con más intensidad
que la otra, y de la misma manera que uno se inventa un problema para luego
meterse dentro de él y sufrirlo a gusto. El millón de jóvenes congregados
bajo el aura de poder virtual de Benedicto XVI jurarán que todo fue real, y
no un montaje mediático. Curioso fenómeno digno de estudio.
En cambio, la realidad en ocasiones parece que pertenece a un mundo que no
está en éste. Cuando vemos en el telediario, por ejemplo, que en el planeta
hay 850 millones de personas con desnutrición, nos lo tomamos como una cifra
virtual porque no somos capaces de abarcar esa realidad. Estamos tan
acostumbrados a los problemas inventados, que los de verdad nos parecen
fantásticos, fruto de la imaginación de los periodistas. Los 840 millones de
personas reales, al final, resultan ser un dato inverosímil, abstracto,
impreciso. Acabarán pareciéndonos más reales las sonrisas del millón de
jóvenes asistiendo al espectáculo virtual de Benedicto XVI.
¿No es de locos? ∆ |