Y volviste a estar sola. Y en tu
soledad volviste a enfundarte en el viejo traje, el traje de patito feo
con el que habías crecido, el traje que aquel hombre te había quitado y
tirado a un rincón del armario de tu mente. |
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NOVIEMBRE 2005
EL PATITO FEO
POR ELENA G. GOMEZ
R ecuerdas con dolor
que cuando eras pequeña tus hermanas se reían de ti, siempre decían que eras
fea y débil, que siempre estabas llorando por todo y que eras el patito feo
de la familia.
Tú las querías y no entendías por qué te hacían sufrir así. Llorabas mucho,
tenían razón, pero llorabas porque no querías sentirte diferente, porque
querías que te incluyeran en sus juegos, con sus amigos. Pero no fue así, y
poco a poco fuiste construyendo un mundo de fantasía, un mundo ajeno a todo
cuanto te rodeaba, un mundo como el de los cuentos que leías, y fue así como
te convertiste en una princesa cautiva que esperaba que un día llegase un
príncipe para salvarla.
Fuiste creciendo, ahogando tus sentimientos, porque expresar tus
sentimientos era síntoma de debilidad, y tú no querías ser débil y que los
demás se rieran de ti.
Creciste soñando, soñando con tu príncipe, soñando con tu libertad. Y tu
sueño se hizo realidad y un día conociste a un hombre que miró dentro de ti
y te hizo sentirte bella.
Y tu vida, hasta entonces triste y solitaria, se convirtió en un mundo lleno
de color, de sonido, de olor. El te mostró lo que había dentro de ti. Te
ayudó a volar de tu cárcel, te enseñó a confiar en ti, en tu fuerza, en tu
intuición.
Te mostró lo que era una auténtica mujer, una mujer sin límites que podía
hacer todo cuanto se propusiera, una mujer sensible que pudiese entrar
dentro del corazón de los demás y hacerles vibrar, una mujer atrevida que
enfrentase la vida como una aventura, una mujer soñadora.
Todo a su lado era sencillo. Todo a su lado era perfecto. Todo a su lado era
mágico.
Pero un día el hombre se marchó y tu mundo se derrumbó.
No entendías nada. No entendías por qué se había tenido que marchar. Tú aún
lo necesitabas, él decía que no, que ya te había enseñado cuanto necesitabas
y que ahora tenías que ser tú la que crearas tu propia vida.
Y volviste a estar sola. Y en tu soledad volviste a enfundarte en el viejo
traje, el traje de patito feo con el que habías crecido, el traje que aquel
hombre te había quitado y tirado a un rincón del armario de tu mente.
Pero el traje ya no se ajustaba a ti como en el pasado. Habías crecido,
habías probado nuevas cosas y éstas luchaban por salir una y otra vez del
cajón donde las habías encerrado.
Así empezó el conflicto. Un conflicto entre lo que fuiste y lo que ya eras,
entre el pasado y el futuro, entre lo viejo y lo nuevo. Y aunque lo
intentabas, ya no podías esconderte, habías probado algo distinto, habías
probado la libertad, la vida, la alegría y no podías volver a encerrarte.
Pero ¿qué podías hacer?
Entonces recordaste que un día aquel hombre te había dicho que tenías que
ser como una fuente, una fuente que hacía manar el agua de su interior para
que quien tuviese sed pudiera beber. Las fuentes, te había dicho, no escogen
a quien dan el agua, tampoco dejan de manar si alguien pasa a su lado y no
bebe de sus aguas. Así tienes que ser tú, sentirte agua, sentirte fluida,
sentirte infinita, luego, quien tenga sed acudirá a ti, y entonces sabrá
apreciar el valor de tu agua. Y le parecerás el agua más maravillosa, limpia
y sabrosa de toda la creación.
Entonces comprendiste, comprendiste que tenías que recordar todas las cosas
que aquel hombre te había enseñado y que tenías que hacerlas tuyas, hacerlas
verdad.
Así fue pasando el tiempo y sus palabras se hicieron realidad, y junto a ti,
a tu lado, empezaron a surgir personas que se sentían patitos feos a las que
tú empezaste a mostrar su auténtica realidad. Y cuanto más les enseñabas más
aprendías y más sentías la presencia del hombre, de tu príncipe, del que te
había sacado de tu prisión.
Entonces comprendiste que el hombre nunca se había marchado, que formaba
parte de ti, de la misma forma que tú formabas parte de los demás. Que
estabas en su mente y que su mente te había estado acompañando durante todos
esos años.
Desde entonces nunca más te sentiste sola. Sabías que él estaba junto a ti
en cada una de tus palabras, en cada uno de los pequeños y grandes instantes
que formaban tu vida. Siempre había estado a tu lado y siempre lo estaría.
Esa había sido su última enseñanza. ∆ |