Y ha sido inevitable, a
continuación, pensar en lo anormal de ese mundo únicamente masculino que ha
construido la Iglesia católica. Se me antoja triste. Y quizá no lo es. No
puedo saberlo. |
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MAYO 2005
LA
HORA
VIOLETA
PARA QUE NO ME OLVIDES
(y II)
POR ISABEL MENENDEZ
H a llegado esta primavera teñida
de luto. En el Vaticano fallecía Juan Pablo II tras una larga y penosa
enfermedad. Dicen quienes le conocían bien que esconder su padecimiento
hubiera ido en contra de su voluntad porque él consideraba que se
trataba de un martirio del que no podía avergonzarse. Creía que no tiene
más humanidad quien esconde la enfermedad y la muerte sino quien la
normaliza, como parte de la vida que es. Esta afirmación pone el acento
en el desmedido culto a los cuerpos jóvenes y sanos, cuya consecuencia
es el ocultamiento y hasta la vergüenza de la enfermedad. Por ello, la
imagen de los últimos días del Papa, aunque muy dura e inspiradora de
una piedad quizás innecesaria, puede contribuir a integrar socialmente a
las personas enfermas o las que tienen alguna discapacidad.
Mientras veíamos horas y horas de información televisiva sobre el óbito,
no he podido apartar de mi cabeza la idea de ese hombre anciano y
enfermo, en un mundo de hombres. Aunque me consta que en su espacio más
personal ha habido siempre algunas mujeres (casi anónimas para la
opinión pública y, por supuesto, monjas), mi representación mental de la
muerte del pontífice únicamente me permite distinguir varones. Y ha sido
inevitable, a continuación, pensar en lo anormal de ese mundo únicamente
masculino que ha construido la Iglesia católica. Se me antoja triste. Y
quizá no lo es. No puedo saberlo. Pero he pensado que, aunque estuviera
rodeado de sus personas más queridas, familia al fin y al cabo pues las
amistades son los miembros de la familia más sólidos con los que
contamos, todas las manos que han estrechado las suyas, que han limpiado
el sudor de su frente o que han acariciado sus mejillas han tenido que
ser masculinas. Y no puedo evitarlo. Creo que es triste que no haya
madres, hermanas, hijas, tal vez amigas, rodeando el último adiós de los
varones de religión, hombres al fin y al cabo como los demás.
Se me hace raro porque son las mujeres quienes, a lo largo de la
historia, han estado en contacto con la sangre, la enfermedad y la
muerte. Ellas son la mayoría de cuidadoras de personas dependientes.
Según un estudio reciente, menos del 15% de personas cuidadoras son
hombres. Y casi la mitad de mujeres que cuidan (ese otro 85%) sufren
estrés. Otro 25% padece depresión. Esto indica la dificultad de una
tarea que no conoce vacaciones ni horas de descanso y cuyo desenlace
suele ser una dolorosa despedida. Otro informe, realizado en un
hospital, asegura que algunas enfermedades como el cáncer, pasan factura
emocional a la familia de quien lo padece. Estas personas, la mayoría
mujeres, sufren insomnio, depresión, estrés o hipersensibilidad. "La
enfermedad de la cuidadora" ya ha logrado que en algunas
administraciones empiecen a poner en marcha actuaciones destinadas a
paliar sus efectos: programas de respiro familiar o tarjetas VIP para
atención preferente en los centros de salud entre otras. Ello me anima
porque revela que empezamos a ser conscientes de la necesidad de mirar
hacia el ámbito privado y reconocer ese trabajo silencioso y gratuito
que se hace por amor.
Sin embargo, apenas encuentro información en la prensa sobre estas
realidades y las pocas que aparecen, como me sorprenden, se las cuento
aquí. Por el contrario, medio mundo dirigió su mirada al patético final
de Terri Schiavo, víctima de una dieta de adelgazamiento, quince años en
estado vegetativo. No sé si en el seguimiento mediático han tenido que
ver los poderes ultracatólicos que inspiraban la actuación de sus
progenitores, pero pocas informaciones han sido tan manipuladas desde el
sensacionalismo como ésa. Ahí teníamos un cuidador, que lo fue durante
años, y a quien los medios de comunicación han preferido retratar como
un despiadado que quería deshacerse del estorbo de una esposa
incapacitada. Tras ese terrible espectáculo mediático y siendo o no
católica, cómo no emocionarse con la despedida de un anciano a quien le
suponemos más altas y dignas intenciones. ∆ |