Fue
en ese momento cuando vi una tarjeta postal pegada en un ángulo de la caja
oculto a las miradas indiscretas, como la mía. "¿Qué es?", pregunto. De
repente la mujer-susurro parece regresar de otro mundo y su voz se hace
nítida y cercana. "Es una ventana".
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MAYO 2005
UNA VENTANA
POR CAROLINA FERNANDEZ
E s sábado por la mañana. Y como otros
sábados por la mañana, en el hipermercado, puse sobre la cinta
transportadora mi compra: precocinados, algo de fruta y varias botellas de
vino. Comida de lobo solitario.
Vale, lo reconozco: solitario y vago.
Allí, pasando códigos de barras por el escáner con precisión robótica estaba
ella ocho horas al día, cuando no más. Ya la había visto otras veces. Estaba
sentada a las teclas de una de las treinta cajas registradoras de un
hipermercado, en el semisótano de un centro comercial con 67 tiendas, doce
cafeterías, siete restaurantes, unos multicines con doce salas y dos
inmensos salones de juegos abarrotados de adolescentes en plena ebullición
hormonal. Y todo incrustado en una zona periférica de una ciudad grande, qué
digo grande, enorme, gigantesca. Y abarrotada. Mucha gente. Gente y ruido.
En medio de todo eso procuraba yo vivir en mi esfera particular.
Entre la música ambiental y la estridente azafata que anuncia por megafonía
las ofertas de charcutería, apenas oí lo que me decía. "¿Tiene tarjeta de
Compramax?". Ella hablaba muy bajo, quizás porque también, como a mí, le
gustaba el silencio. Hablaba tan bajo que costaba darse cuenta de que había
dicho algo. Es más, eran casi susurros en un entorno en el que la gente
utiliza el bocinazo como medio básico de entendimiento. Es necesario así, ya
que el medio es definitivamente hostil para la comunicación verbal
normalizada. Tampoco es fácil pensar. Hacía un rato precisamente sufrí una
crisis de identidad a la altura de las conservas de bonito. Tenía el cerebro
taladrado por la musiquilla publicitaria de Compramax, y confundí por un
momento la voz de la azafata con la de mi propia conciencia, que me dictaba
las ofertas de charcutería y me urgía a adquirir inmediatamente
cuatrocientos gramos de jamón de bellota para que me regalasen una botella
de aceite. Es un curioso fenómeno, ése de no poder escucharse ni los
pensamientos propios.
"Pues no, la verdad es que no tengo tarjeta de Compramax". Siempre me
preguntan lo mismo y siempre prometo que el próximo día me la hago, que es
que justamente hoy voy con prisa. Es mentira, claro. Lo que quiero es acabar
cuanto antes, y largarme con mi bolsa llena de víveres que me aseguren la
supervivencia doméstica durante una semana.
Pero ese día era diferente.
Decía que la chica de la caja hablaba en susurros. De hecho podría decir que
ella entera es un susurro sentado en una butaca giratoria y cubriendo mis
datos personales en un formulario, con eficacia, con amabilidad, con
distancia. Afiné el oído para poder responder a sus preguntas y me incliné
un poco sobre la cinta transportadora. Fue en ese momento cuando vi una
tarjeta postal pegada en un ángulo de la caja oculto a las miradas
indiscretas, como la mía. "¿Qué es?", pregunto. De repente la mujer-susurro
parece regresar de otro mundo y su voz se hace nítida y cercana. "Es una
ventana", me responde. Una ventana. La foto reproduce un paisaje de montaña.
Es antigua, con los colores exagerados al gusto de los años 70: azul cegador
y verde estridente, como queriendo resaltar la belleza evidente del lugar.
Miro la foto. En la esquina superior izquierda, unas ramas muy oportunas
enmarcan la instantánea. Hacia abajo un valle que enseguida inicia un
ascenso por la ladera, enfrente del fotógrafo. A medida que la vista
asciende, el verde-prado se transforma en verde-abeto y seguidamente en roca
nevada blanco brillante que sube hacia el cielo azul super saturado y lo
desgarra a zarpazos desiguales, tal es el perfil de la sierra. Rosenlaui,
pone en la base. Vagamente me doy cuenta de que hace rato que no oigo a la
azafata-charcutera de Compramax.
"¿Qué hace una ventana al lado de la caja registradora número 26?", pregunto
con curiosidad. Me mira con unos ojos sorprendentemente azules, como el
cielo de la postal. "A veces necesito silencio, por eso tengo siempre una
ventana cerca. Me asomo cuando quiero. Nadie lo sabe", me respondió con un
guiño. Miré de nuevo la fotografía, un segundo, dos... ¿tres? Me sentí caer,
igual que cuando durmiendo uno nota que no tiene suelo bajo los pies y se
despierta con un sobresalto y el corazón escapándose por la boca. Se hizo el
vacío y los oídos me pitaban por la diferencia de presión, como si mis
tímpanos se estuviesen recolocando para acomodarse a una nueva situación. Me
dolía la cabeza, mejor, me reventaba la cabeza. El único faro eran aquellos
ojos azules, cada vez más lejanos... Y entonces el tiempo se paró. La
claridad de la mañana resultaba cegadora al principio, luego la vista se
acomodó y vi la blancura de la roca helada levantándose hacia el cielo.
Respiré profundamente y llené los pulmones de aire perfumado y húmedo. Era
una mañana fresca todavía, recién amanecida. No se oía nada al principio.
Luego percibí el sonido lejano del aire jugando por los pasillos y
corredores que hacían las crestas. Era un rumor sordo, como un latido
anciano que marcaba el ritmo de todas las cosas. Disfruté la sensación unos
segundos. Vacié la mente, despejándola de todos los ruidos del exterior.
Permanecí así, no sé ¿segundos? ¿minutos?
"Oiga, señor". La mujer-susurro me rozó la mano para traerme de nuevo al
mundo. Sus ojos azules me amarraron a la realidad. "Son cuarenta euros con
quince. ¿Efectivo o tarjeta?". Estaba un poco aturdido mientras sacaba la
cartera, como si el suelo todavía se estuviese formando bajo mis pies.
"Gracias por venir a Compramax, aquí tiene su bolsa".
En el último segundo, despegó la postal de su rincón, en el lado oculto de
la caja registradora, y la metió en la bolsa. Me guiñó un ojo. La miré
sorprendido. "¿Me llevo su ventana?". Se rió. "Todo el mundo necesita un
lugar donde ir cuando busca silencio". Así que por eso desde entonces llevo
en la cartera una postal ajada de colores estridentes, que saco cuando tengo
la necesidad de atravesar una ventana y sumergirme en un lugar sin ruido,
donde escuchar mis propios pensamientos.
Lo recomiendo. ∆ |