El dinero y el miedo son los
motores de toda injusticia, las columnas sobre las que sustenta todo
imperio. Pero el miedo no tendría la fuerza que tiene sino fuera por el
dinero, sin él no podría sostenerse, porque no podrían los tiranos comprar
voluntades. |
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MAYO 2005
EL COLOR DEL DINERO
POR JOSE ROMERO SEGUIN
E l dinero nace de una necesidad
hipócrita, bajo la coartada de la hipócrita comodidad que es la madre de
todas esas necesidades de dudosa utilidad con las que nos vendemos a una
felicidad que tiene mucho de angustia y lo que resta de insolidaridad. Una
felicidad que como tantas otras cosas no es nuestra, que no está en nosotros
y tiene por tanto un dueño que cobra por utilizarla. Cuando ella, como motor
del íntimo consuelo y de la realización humana, debería ser personal e
intransferible. Sin embargo, hemos llegado a esta locura al habilitar para
su realización espacios ajenos a nuestra propia esencia, a nuestra propia
conciencia. Nunca antes fuimos tan brutalmente exteriores, tan
incongruentemente ajenos a nosotros mismos, tan de la medida de nuestra
capacidad económica.
Es viejo el dicho de: "Tanto tienes tanto vales", referido a la riqueza
externa, pero nunca como ahora esta verdad se ha hecho tan patente al ser
aceptada como algo más que un dicho, como principio y esencia de todo.
Valemos pues en la medida que poseemos, y como nuestra posesión nos es ajena
y se puede adquirir, valemos sólo en la medida de que seamos capaces de
comprar esa capacidad que debería ser innata pero que no lo es, y no por
casualidad, sino, porque como ya he dicho, no nos pertenece ni lo más íntimo
de nuestro ser, en tanto que somos en ámbitos cuya propiedad es ajena a
nosotros mismos. Podemos eso sí, ser propietarios de algunos de esos
ámbitos, pero eso no significa que podamos ser nosotros. Y es que ser
nosotros mismos no tiene utilidad alguna en un mundo donde la posibilidad de
acción habita en espacios situados al margen de los horizontes que delimitan
la verdadera naturaleza humana.
La tragedia descrita no sería posible sin la existencia del dinero, puesto
que nadie que no se tuviera primeramente a él mismo podría tener nada. Sin
embargo, hay personas que no teniendo nada en su interior pueden tener
inmensas riquezas con las que comprarlo todo, hasta la dignidad del ser
humano, y en esa progresión van teniendo hasta convertirse en seres
inmensamente ricos, capaces sin duda de diseñar espacios de realización para
otros hombres, disponiendo de ese modo no sólo de su esencia sino también de
su voluntad.
El dinero y el miedo son los motores de toda injusticia, las columnas sobre
las que se sustenta todo imperio. Pero el miedo no tendría la fuerza que
tiene si no fuera por el dinero, sin él no podría sostenerse, porque no
podrían los tiranos comprar voluntades.
El dinero empezó siendo un metal o cualquier otro producto valioso, y
terminó siendo un mísero papel, y como papel que es nos hace frágiles a
todos, es más, nos convierte en la mentira que él mismo es. Ya no somos oro,
ni sal, somos papel, papel que cumple con una única devoción, la del dinero,
ése es hoy nuestro único dios. Porque dios no es sino un papel en el alma de
los hombres, con el que creen comprar una salvación en la nada de lo que son
que les salve de la nada que van a ser. La incertidumbre necesita papeles,
planos y señales para orientarnos en un mundo que sí es verdad porque no
depende del dinero sino de su propio ser. Algo que se hace extensivo a la
orientación última de nuestra existencia cuando amarillezca el papel que
somos y se convierta en ceniza la verdad que hemos ignorado.
Hoy nos escandalizamos con la aparición de mafias de blanqueo de dinero,
como si eso fuese posible, el dinero está manchado cuando menos de nuestra
libertad, de nuestro tiempo, de nuestra única razón de ser, y es, por tanto,
maldito y negro. Pero eso no se puede decir, y hemos de conformarnos con
denunciarlo cuando viene de la venta de drogas que no hacen sino suplir los
huecos que el dinero dejó en el interior de los hombres cuando desplazó su
espíritu en el nombre de una espiritualidad ajena. O cuando conocemos que
con él se comercia con el sexo y la libertad de las personas, o cuando se
sustrae a la solidaridad de lo común. Pero ese esfuerzo no es sino una mera
caricatura, un alarmarse cara a la galería, porque el dinero, y eso todos lo
sabemos, no tiene entrañas, ni corazón, ni tampoco alma, no tiene más valor
que el que le damos, es en una palabra lo peor de todos y cada uno de
nosotros. Se podría por lo tanto argüir que el dinero es la máxima expresión
de la indignidad humana. El instrumento que hace capaz la ambición hasta
límites insospechados, y la ambición no es un pecado, porque el pecado no
existe, pero sí la perversión del instinto que es, y que hoy se muestra
enfermizo y terrible en toda su extensión. Y no es que seamos ambiciosos, es
que somos ambición, es decir, que en ella ciframos todas nuestras esperanzas
y a ella sacrificamos todas nuestras capacidades, entendiendo que sólo en
ella vamos a poder encontrar la seguridad física y psíquica de la que tan
necesitados estamos. Llegando a elevarla sobre la vida terrenal y situarla
allí donde habita sólo la incertidumbre, es decir, no sólo es verdad de vida
sino que es también promesa en la muerte. Es por ello, que somos ambiciosos
en la posesión de dioses y plegarias hasta el extremo de aniquilar el poco
espacio de silencio que nos habitaba, el único lugar que la voracidad del
dinero despreciaba, el del consuelo. ∆ |