La Santa Sede no ha firmado la inmensa mayoría
de las convenciones internacionales sobre derechos humanos que tiene en su
carpeta las Naciones Unidas. |
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MARZO 2005
EL LADO OSCURO DEL VATICANO
POR CAROLINA FERNANDEZ
S iempre he pensado que la Iglesia
tenía un cierto gusto por lo tenebroso, o un mal gusto, matizo. Lo vamos a
ver un año más en las multitudinarias procesiones de Semana Santa, que están
otra vez a la vuelta de la esquina. Siempre me ha llamado la atención con
qué regocijo salen a la calle esos feligreses encapuchados portando al
hombro pesadísimas figuras sangrantes, con los ojos desencajados por las
torturas y el padecimiento físico. Esa forma enfermiza de recrearse en el
dolor me parece, además de muy desagradable, un fenómeno digno de estudio.
¿Por qué tanto empeño en revivir una y otra vez el mismo episodio,
regodeándose en el realismo macabro de las escenas? Apostaría a que en un
manual de psiquiatría encontraríamos un nombre que definiera esa patología
del gusto por el sufrimiento. En cualquier caso, resulta casi obsceno para
aquellos a los que la tradición nos resbala por la pernera, y asistimos
atónitos, cada año, al espectáculo dantesco de la Semana Santa.
Hallábame yo en estas reflexiones cuando leo, como por casualidad, y con la
boca abierta hasta el suelo, que la Santa Sede no ha firmado la inmensa
mayoría de las convenciones internacionales sobre derechos humanos que tiene
en su carpeta las Naciones Unidas. Es decir, de ciento y pocas, la curia
habrá estampado su sello en una decena, no más. Semejante pereza para la
rúbrica resulta, como poco, chocante, con una institución que se llena la
boca con el "amaos los unos a los otros". Y no es que los papeles de las
Naciones Unidas tengan un clarísimo valor práctico, pero qué quieren,
servidora no puede evitar mirar de reojo a un estado que no ratifica las
convenciones que se han firmado sobre los genocidios, crímenes de guerra,
crímenes contra la humanidad o el apartheid. Ni tampoco las que tratan sobre
la supresión de la esclavitud, los trabajos forzados, la tortura y la pena
de muerte. Y siguiendo la lista de florituras, añadiremos que no
encontraremos al estado Vaticano en la lista de los defensores de los
derechos de los trabajadores, las mujeres, defensa de la familia y el
matrimonio (sorpresa, sí, familia y matrimonio); y para completar la
enumeración de no-apoyos, añadiremos las no ratificadas convenciones sobre
la supresión de la discriminación basada en la sexualidad, la enseñanza, el
empleo y la profesión.
Después de estas líneas, una se hace cruces tratando de imaginar qué estado
será ése tan bárbaro, incivilizado, oscuro y terrorífico, capaz de ostentar
semejante currículum. Porque apoyar y firmar supone un gesto, al menos,
simbólico y de buena voluntad, y de gestos simbólicos y buenas voluntades la
Iglesia sabe un rato. Otra cosa son los hechos.
Esta información está extractada de una interesante ponencia de A. G.
Movellán (autor por cierto del libro "La Iglesia católica y otras religiones
en la España de hoy") que aunque tiene año y medio de antigüedad, la doy por
actual, dado que a mis oídos no ha llegado que en los últimos meses la Santa
Sede se haya despiporrado firmando tratados a diestro y siniestro -calculo
yo una media de cinco convenciones mensuales para ponerse al día con los
países punteros en la defensa teórica de los derechos humanos-. Bastante
tienen con apuntalar al santo padre para que no se desplome y deje a la
institución huérfana antes de que se haya rifado su puesto y todo quede
atado y bien atado.
Pues bien, esta sequía de ratificaciones es la manera de evitar el
compromiso público y coloca a la Santa Sede a la cola de los estados
defensores de los derechos humanos, por detrás por ejemplo de Ruanda. Y
cierro la boca no porque se me acabe el asombro, sino porque se me seca la
garganta.
Al hilo de estas reflexiones no puede una evitar acordarse de los escándalos
de abuso sexual, las condenas por pederastia, los casos de violaciones de
religiosas, repetidas y concienzudamente encubiertas, y otros episodios algo
más alejados en el tiempo, pero igualmente cercanos en la memoria, como el
estrechamiento de manos a individuos tan amantes de la raza humana como
Pinochet. Luego vienen los arrepentimientos "por las faltas cometidas contra
el hombre por los hijos de la Iglesia Católica".
Es sobradamente conocido que el mensaje original que en su día fue la piedra
de la Iglesia católica, hace ya tiempo que se extinguió de los pasillos
vaticanos. Su rastro sólo se puede encontrar en algunas actitudes
personales, alejadas de Roma y cercanas a lugares de los que diríamos que
están "dejados de la mano de Dios". Y suele coincidir que además de pelearse
con toda suerte de avatares que la vida pone por delante, también tienen que
torear la oposición, las críticas y el freno de sus propios compañeros de
profesión. Qué ironía.
Me pregunto qué diría su Maestro de todo esto.
Nada más que añadir. ∆ |