En nombre de la
competitividad se realizan desmesurados reajustes de plantillas, se
bajan los salarios, se rebajan a toda costa los costes de producción, se
utilizan materiales peligrosos, crecen sólo las cuentas de beneficios... |
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MARZO 2005
COMPETITIVIDAD
POR JOSE ROMERO SEGUIN
L a competitividad es una mentira a la
medida de todas las ambiciones inimaginables, desde las de aquellos que se
conforman con ahorrar hasta caer exhaustos tratando de estirar su mísero
salario, hasta las de esos otros que teniendo todo, afirman sin sonrojo: "lo
daría todo por tener un poco más", tal como afirma el estereotipado
personaje de los Simpson y dueño de la central nuclear, Sr. Montgomery
Burns.
Una palabra digo, pero bien podía decir, una maldición sin límites
territoriales ni espirituales que se repite miles de veces cada día, y en
los más variados lugares: despachos de empresas, cadenas de producción,
parlamentos, universidades y hasta en las consultas de los psicólogos.
Competitividad, ésa es la meta, ése es el único afán, el único dios posible,
el único fin aceptable, lejos de ella se abre el crudo y gris espacio del
fracaso más estrepitoso.
En nombre de la competitividad se realizan desmesurados reajustes de
plantillas, se bajan los salarios, se rebajan a toda costa los costes de
producción, se utilizan materiales peligrosos, crecen sólo las cuentas de
beneficios, y a cambio se mata no sólo la salud de los hombres que los
fabrican y las de aquellos que los consumen, sino que se atenta contra algo
aún más importante, el mutuo respeto de unos hacia los otros. Prueba de ello
es que con frecuencia se oye que alguien que trabaja en una empresa
determinada se abstiene de consumir ese producto, pretextando la indecorosa
manipulación del mismo a la hora de producirlo, sin importarle en absoluto
que los demás lo hagan, y sin querer entender que lo que él consume lo
fabrican hombres y mujeres que también rehuyen su consumo. Es decir, que no
hay engaño, hay complicidad, acaso resignada, siempre irreflexiva, porque lo
lógico, lo humano, lo inteligente, sería plantar cara a esta criminal
práctica. Pero claro, quién se atreve, unos somos rehenes de los otros, si
tú abandonas tu puesto de trabajo por sentido ético, de inmediato lo ocupa
otro en legítima defensa de sus particulares intereses, y así nos va.
Todo se hace en nombre de la competitividad y la pervivencia del puesto de
trabajo, ése es el signo de estos tiempos en los que el trabajo ha perdido
todo sentido de participación social para convertirse en una guerra larvada
contra la raza humana llevada a cabo por el propio ser humano en tantos
frentes como múltiples son sus propios intereses; y con un único fin, el de
enriquecer a una élite frente a la mayoría de los ciudadanos del mundo. Pero
eso qué importa, lo que importa es ser competitivo, para qué, pues para eso,
para competir en una carrera hacia la esclavitud y la desigualdad más
abyecta, ésa que se manifiesta como una falta de capacidad, es decir, como
la minusvalía de unos frente a los otros, pese a saber con toda certeza que
es mentira, que no hay seres incapaces de crecer y autoabastecerse, sino que
lo que les falta es tener la oportunidad que les roba la competitividad, la
que no busca sino hacerles ser cada día más dependientes, menos capaces, y
como tal, menos frente a sus posibilidades reales. Y es que no es suficiente
con que lo sean, han de creerlo para mayor tranquilidad, han de estar
convencidos que en sus manos, en sus cabezas y en sus tierras no hay
esperanza, que la esperanza está lejos de sus fronteras, lejos de sus casas
y familias, allí donde habitan los hombres que tienen por alma la
competitividad y por sangre la competición.
La vida es un don superior y aún más frente a cualquier cuenta de beneficios
por poderosa que sea, y lo es por derecho natural, porque la vida de un
hombre, de un solo hombre, debería valer todo el oro del mundo. Pero hemos
de ignorarlo y no se nos ocurre otro sistema que el de pretextar que no son
competitivos, que son incapaces de desarrollarse, que no tienen capacidad
para ser lo que somos nosotros, aunque no seamos sino el último mono de una
cadena de montaje que se pasa el día apretando el mismo tornillo a las
mismas horas.
Y allí donde mayor es la traición mayor es la afluencia de hombres y mujeres
dispuestos a entrar en el espejismo, y una vez llegan los miramos por encima
del hombro y les encomendamos los peores trabajos, a la vez que le
recordamos que están aquí porque a nosotros nos sale de la competitividad,
esa razón que nos hace ser superiores, cuasi magníficos.
Tengamos al menos la decencia de no ofender a aquellos a los que les hemos
robado la posibilidad con la vacía suficiencia de nuestra vida sin
posibilidades, nuestra vida de perrunas dependencias, nuestra vida que es la
de ellos pero ya aquí, situados en el barrio de ese futuro que nos robamos a
nosotros mismos por robárselo ellos, con un gesto, eso sí, de arrogancia que
produce náuseas.
No hay necesidad de competir sino de compartir, de eso estamos necesitados,
de eso depende que el futuro sea otro y otra nuestra conciencia. ∆ |