Don Jota desplegó sobre la mesa un
centenar de caricaturas, de retratos deformados de un bufón vestido de
caballero.
-Este es vuestro matador, señor -dijo señalando acusador el retrato de un
hombre ridículo que hace gracietas y juegos malabares ante un grupo de damas
y caballeros.
-¿Un bufón? -inquirió el papa. |
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JUNIO 2005
CAPITULO XL
- UN ROSTRO DE MUJER
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
D on Jota, que se había quedado
profundamente dormido contemplando las caricaturas de los sospechosos, se
despertó cuando el leal guardaespaldas de Benedicto XVI, Nicomedes
Partisano, le zarandeó sin ninguna consideración. "¡Señor, señor, despertad;
estamos solos en la Basílica de San Pedro; todos han huido!". Candelucus se
restregó los ojos, miró a su alrededor, ordenó con unos ademanes mecánicos y
compulsivos los dibujos que estaban encima de la mesa, los metió en una
carpeta, se atusó el cabello que adivinaba revuelto y adquirió conciencia de
dónde estaba al mirar la cara surcada por profundas cicatrices del soldado
de fortuna. "¿Huido?", preguntó y sin esperar la respuesta se puso en pie y
ordenó a Partisano que le siguiese. Los pasillos del Vaticano estaban
desiertos y silenciosos y Candelucus los recorrió a buen paso. Buscó un
despacho que daba a la fachada principal de la basílica y ocultándose tras
unas gruesas cortinas observó el amplio recinto donde tantas veces había
visto agolparse a los romanos para vitorear a don Demetrio al principio de
su papado, en los tiempos felices en que el gallego era un pontífice
deseado. Afuera llovía mansamente y las losas pulidas de la plaza brillaban
de un modo mortecino y, de alguna manera, reflejaban la tristeza otoñal de
una ciudad eterna que ansiaba teñirse las manos de sangre, corregirle la
plana al Dios de los cristianos y mandarle un aviso amenazador a la paloma
que señalaba a los elegidos sin tener en cuenta el sentir de la feligresía.
Candelucus oteó la plaza con ojos de navegante, la escudriñó como un espía,
como el que mira al mar. Los violentos disidentes se agolpaban al fondo del
enorme recinto con caras serias y semblantes ceñudos, alguno levantaba el
puño amenazador y una línea imaginaria separaba a los dos ejércitos
contendientes y la calma tensa hacía más largos los segundos que rodaban
como bolas diminutas en la clepsidra del Apóstol. "¡Saben que estamos a su
merced y que la guardia papal ha desertado!", dijo Candelecus y abandonó su
observatorio seguido del gigantesco y silencioso Nicomedes Partisano.
Mientras recorría el camino de regreso supo que ya conocía la identidad del
hombre que buscaba; en sueños había visto su rostro y en sueños las piezas
del rompecabezas encajaron, las dudas desaparecieron y la identidad del
culpable se hizo evidente. "El papa tiene que saber el nombre de su
verdugo", se dijo don Jota. Cuando llegó a su despacho hizo una selección de
las caricaturas de Velázquez y se encaminó a la habitación de don Demetrio
al que encontró dispuesto a morir, vestido y armado hasta los dientes, con
el ropaje que utilizaba cuando era un corsario al servicio de la corona de
España. El papa, que llevaba un parche en su ojo inútil, había rejuvenecido
y se mostraba exultante. Iba a morir luchando, con la espada en la mano y
con una fe en Dios que nunca había sentido con tanta intensidad. El
pontífice, que ya se sentía mártir, lo recibió sonriente, entusiasmado:
-Soy feliz, Candelucus. Creo en Dios y noto que el Señor me rodea y me
protege. Al fin, después de tantos naufragios inútiles, he encontrado mi
camino. Nuestro bergantín, "La bella Lola", ha llegado, al fin, al puerto de
destino.
El cocinero lo observó con afecto y le dijo con dulzura:
-Santidad, necesito hablar con vos antes de la batalla.
Y el papa asintió con la cabeza y le dijo: "Habla", con semblante serio.
Don Jota desplegó sobre la mesa un centenar de caricaturas, de retratos
deformados de un bufón vestido de caballero.
-Este es vuestro matador, señor -dijo señalando acusador el retrato de un
hombre ridículo que hace gracietas y juegos malabares ante un grupo de damas
y caballeros.
-¿Un bufón? -inquirió el papa.
-Sí, un enano que fue secretario de Felipe IV y que desapareció con el
monarca español cuando el rey estrafalario quiso redescubrir las Américas;
un ser enigmático, perverso, inquietante. Fructuoso Carrasco Bustamante, que
le conoció y trató cuando era inquisidor en Madrid, afirma que era una
criatura repulsiva dispuesta siempre a la traición, un hombre que sólo
deseaba medrar y vengarse de un mundo que le había tratado con crueldad.
Velázquez le dibuja a lo largo de muchos años; rara vez este siniestro
hombrecillo es el protagonista de sus ironías, pero aparece con mucha
frecuencia en las ironías de los demás como un añadido, como un subrayado;
es un ser periférico que el pintor ridiculiza sin un resquicio de
misericordia y, sin embargo, y eso es lo sorprendente, el pintor y el enano
estuvieron unidos en el pasado por unos estrechos lazos de afecto. Don
Diego, junto con Cervantes, Lope de Vega y Quevedo, fueron los padres
adoptivos del bufón y entre todos le formaron y deformaron, le enseñaron a
sobrevivir en un ambiente hostil y le dotaron de la gracia para seducir pero
también le insuflaron su amargura, su pesimismo, su sentido trágico, su
melancolía. No hay nadie más español que este miserable fabricado por los
grandes ingenios de nuestra mejor literatura. El fue un ensayo general con
todo; el esbozo dolorido, el grito que precede a la creación. Este
hombrecillo tiene algo del pragmatismo de Sancho, de la malicia del buscón
don Pablos, en él se esconden las villanías del pueblo llano que Lope
retrata en sus comedias. Es el náufrago que flota en el océano proceloso de
España. Sobrevive y medra, se humilla y envilece, hace cabriolas, apuñala a
sus amigos, traiciona y se comporta a su pesar como lo que no puede dejar de
ser, como un monstruo. Es un arquetipo, señor, un arquetipo de nuestro peor
retrato, lo que nunca hubiésemos querido ser, la pesadilla con que nos
flagela el destino.
Benedicto XVI miró con atención las caricaturas del enano.
-¿El fue el autor de la leyenda de doña Leonor, el libelista que extendió el
rumor de que el papa es una papisa? -preguntó el pontífice entre sorprendido
y admirado.
--Sí -contestó Candelucus.
--Pero, ¿por qué lo hizo? ¿Por qué tanto odio?
Don Jota se encogió de hombros e hizo un garabato con la mano.
--Por venganza y por amor, por afán de aventura, para dejar un rastro con su
pluma. Las razones son múltiples y complejas porque el alma del bufón es
laberíntica. Es un monstruo, sí, pero un monstruo sentimental, un idealista
a su pesar. Amaba a una mujer que el mundo, la autoridad y la jerarquía le
arrebataron de mala manera. Felipe IV se la vendió a la curia romana como
esclava sexual y su desaparición dejó a media docena de virtuosos caballeros
con el corazón partido porque todos estaban secretamente enamorados de ella.
Los grandes hombres querían a la misma mujer, a la mujer inadecuada, a la
cortesana que les hacía felices con su desvergüenza sexual, la que los
guiaba por el vericueto del placer, la que los corrompió con su inocencia
procaz. Y cada uno, sí, la olvidó a su manera: uno escribió El Quijote, otro
pintó paisajes castellanos desde un bergantín, don Lope se refugió en el
éxito y don Francisco en el dolor. ¿Qué podía hacer el más desdichado de sus
amantes? ¿Qué podía hacer don Manolito el bufón? Como era un hombre
coherente tomó el camino de la revolución, las sendas del furor y de la
rabia. No tuvo opción y optó por lo imposible, por lo irrealizable, por el
absurdo y se adentró a cuerpo limpio por el universo de la paradoja y armado
sólo con una pluma y un papel lo puso todo patas arriba y cambió el curso de
la Historia y dejó a sus pies el desastre, el caos, la hecatombe. Lo
complejo, al final, se convierte en simple porque así es el corazón del ser
humano: como no pudo regalarle una flor le dejó en herencia un vendaval, un
terremoto.
Benedicto XVI examina con atención la cara de su verdugo, el hombrecillo
ridículo que le hace una reverencia exagerada desde el papel y siente por él
una extraña mezcla de admiración y gratitud.
-¿Vamos a morir por la literatura? ¿Vamos a perder la vida por las pasiones
ajenas? -pregunta el pontífice.
-Me temo que sí, santidad. Pero antes de irnos don Diego Velázquez, nuestro
amigo, desea que conozcamos el rostro de la mujer que amaba.
Candelucus aparta cinco dibujos y se los muestra al papa. En las cinco
exquisitas caricaturas aparece el bufón armado con una pluma que en esta
ocasión hace de puntero que señala a cinco damas que se miran en diferentes
espejos; los espejos reflejan parcialmente un rostro de mujer. Don Jota toma
unas tijeras del escritorio y recorta las porciones de rostro y los coloca
sobre la mesa y forma con ellos el retrato de una dama; la composición ya no
es una caricatura, la suma de los cinco rostros da como resultado una figura
inquietante y seductora, la imagen de una mujer bellísima que mira
directamente a los ojos del papa y sonríe a un asombrado cocinero. Los dos
se sienten observados desde el más allá, y también perseguidos y acosados y
ambos enmudecen y los dos se ruborizan porque perciben en la piel que la
dama los seduce, los enamora. "¡Qué mujer!", exclama don Jota y don
Demetrio, que es un recién llegado a la fe sin fisuras y a los pudores del
místico, se santigua horrorizado.
Don Jota, con la exquisitez meliflua del criado, hace las presentaciones de
rigor:
-Santidad, tengo el honor de mostraros a la mujer más inquietante y
misteriosa de la cristiandad. Para muchos fue sólo una ramera, para otros el
primer amor, para una legión la última locura; algunos la consideran una
santa y otros un ser mefistofélico. Creo que era una buena mujer que quiso
demasiado a gentes que no la merecían. Era una víctima de eso que los cursis
llaman el destino. Se llamaba doña Jesusa y había nacido en Chantada, pero
casi todos sus enamorados la conocían por el nombre de Jesusita la Gallega.
Benedicto XVI la mira sólo un instante. Un griterío ensordecedor suena
afuera, en la Plaza de San Pedro. Nicomedes Partisano, los hijos del papa,
don Isidro y don Brito, y los últimos leales irrumpen en las habitaciones
del pontífice con los rostros demudados por el horror. Todos se quedan
quietos y expectantes. El pueblo de Roma como un río desbordado se
desparrama por los pasillos del Vaticano buscando a su presa. A su espalda
sólo queda el caos y la destrucción. La muchedumbre tiene el instinto de los
sabuesos y olisquea el terror del papa y lo busca en su cubil y don Demetrio
Montenegro presiente que una hora más tarde lo crucificarán, mutilado y
roto, entre carcajadas y gritos de: "¡Abajo la papisa!", en una de las siete
colinas de Roma. Lo que el papa no sabe todavía es que él también exclamará
un instante antes de morir: "¡Señor, Señor, en tus manos encomiendo mi
espíritu!". ∆ |