La cuestión no estriba en
que los homosexuales se casen o dejen de casarse, lo que de verdad
irrita es que se rompa la norma, lo establecido, que se abran las
ventanas de la tolerancia y todos y cada uno podamos expresar nuestras
opiniones y creencias al margen del orden establecido. |
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JUNIO 2005
OBJECION DE CONCIENCIA
POR JOSE ROMERO SEGUIN
S i a los homosexuales se les hubiera
visto desde siempre como lo que son, personas, jamás habríamos llegado a la
indecencia de negarles derechos que son inherentes a su condición. No
habríamos visto en la asunción de los mismos una grave excepción, una
extravagancia pecaminosa, un atentado contra la moral cristiana. Pero como
se nos han mostrado como monstruos de la naturaleza, cuando meros
degenerados de la costumbre y la práctica de todos los vicios, pues ocurre
lo que ocurre, que un día piden que se les permita contraer matrimonio, y en
vez de agradecerle que se integren y de algún modo cedan ante tan ancestral
rito, ponen el grito en el cielo, justamente los más interesados en que no
hay sobre la faz de la tierra parejas sin bendición.
Jesucristo dijo, "amaos los unos a los otros como yo os he amado", sin
condiciones ni excepciones, luego si un hombre ama a otro hombre o una mujer
a otra mujer no están sino siguiendo el mandato divino. Por cierto, en un
mundo más atento a los desafectos y desamores, que a su contrario.
Pero en el fondo eso qué importa. La cuestión no estriba en que se casen o
dejen de casarse, lo que de verdad irrita es que se rompa la norma, lo
establecido, que se abran las ventanas de la tolerancia y todos y cada uno
podamos expresar nuestras opiniones y creencias al margen del orden
establecido. Y los homosexuales son rehenes de ese orden, en él fueron
catalogados como descatalogados, y su inclusión en el catálogo contradice el
espíritu de la letra. Y la letra no es poco, no sólo conforma un nombre,
sino que le da sentido a todo un ideario sobre el que se asienta el mayor
proyecto de sumisión que haya conocido la historia. Pues eso son y eso
representan las religiones, una continua intromisión en el derecho del
individuo a ejercer en libertad su inexcusable responsabilidad de vivir
conforme a sus capacidades, no convertidos en apéndices de una vida
homogeneizada y manoseada hasta la náusea, de la que nutrirse en el consuelo
y en el desconsuelo, a la espera de la promesa de otra vida que niega ésta
en el absurdo más despiadado del que se tenga noticia. Pues qué clase de
anfitrión es ése que te exige para sentarse a su mesa que no te hayas
sentado a ninguna otra, con qué experiencia va a contrastar el manjar del
nuevo conocimiento que tan generosamente te ofrece. Y además qué garantía
existe de que no se pida que no vivas ésa, para ganar otra, y te conviertas
al final en un corredor de vidas. No parece serio si nos tomamos a dios en
serio, si no lo vemos como un ser encantado en hacer mangas y capirotes de
lo creado.
Pero dejémonos de ingenuidades seufilosóficas. Aquí se dirime el control
para copar cuotas de poder y con él todo lo que eso supone. Por eso esa
resistencia ante el común acto de que dos personas que se quieren puedan
contraer matrimonio, puedan sellar en un acto su compromiso, y disfrutar de
los derechos que le son inherentes.
De todos modos, es en la figura de los alcaldes donde el acogerse a la
objeción de conciencia para no casar parejas homosexuales rechina aún más,
porque resulta curioso que le hagan ascos a lo que es de sentido común y de
estricta justicia, y sin embargo no sientan el menor remordimiento en firmar
la recalificación de un terreno con el único fin de hacer ricos a un amigo,
familiar o sociedad interpuesta. Ocurre que el enriquecimiento, el nepotismo
y la prevaricación, no son pecados, o son tan leves que los puede lavar la
absolución de un párroco de turno a cambio de rezar un puñado de avemarías,
y sin embargo, el casar a dos personas del mismo sexo supone una blasfemia
insoportable y digna de excomulgación.
La ruptura del pensamiento único en la regla que defina la impronta de una
fe es el peor pecado que se puede cometer, porque lejos de la moral, socava
la mismísima esencia de la iglesia, y con ella todo el entramado
institucional que la soporta.
La iglesia, cualquiera de ellas, necesita del dogma y el dogma se nutre de
verdades absolutas e inamovibles. Sin dogma el pensamiento se la llevaría a
dormir el sueño de las verdades absolutas desenmascaradas, y con ella toda
esperanza de pastorear a los rebaños de fieles.
La fe mueve montañas. Yo digo que desmoviliza, que ata, que nos reduce,
porque la fe revela una verdad para privarnos de la facultad de buscar
verdades, para hacer de nosotros verdaderos autómatas que no se han de
procurar de ser al estar ya definidos en el almanaque de sus creencias.
La normalidad no habita en aceptarlo todo, sino en aceptar aquello que sitúa
a cada hombre en la esfera que lo dignifica y eleva a la categoría que le
corresponde. Lo anormal es todo lo contrario, es decir, discriminarlo,
expulsarlo de la realidad, expropiarlo de sus derechos, en una palabra
negarlo como persona que es. ∆ |