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EL ALEPH

Hoy que los niños fuman y beben, hoy que blasfeman y no temen a los maestros, hoy que saben que los curas son de este mundo y las iglesias sedes de un selecto club social, hoy, digo, qué esperanza les resta que no sea hacer grande ese tiempo de juegos y de falsa inocencia que siempre terminamos idealizando por aquello de poner a salvo algo de nuestra existencia.

FEBRERO 2005

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EN EL JUEGO DE JUGAR
POR JOSE ROMERO SEGUIN

Recuerdo esos días en que vestía pantalones cortos, tenía las rodillas rotas y arañados los tobillos. En ese tiempo creía que la iglesia era la casa de Dios, y su hijo, Jesús, un mísero desheredado por la maldad de nuestras tristes culpas. Que los curas eran ángeles sin alas ni corazón que los pudiera soportar. Que los maestros eran malos por naturaleza. Que Franco era un espejo gigante que nos reflejaba a todos por igual para mayor desigualdad. Que el Gobernador Civil era un soberbio al servicio de un coche oficial. Que el Alcalde de mi pueblo era todo pereza y lo que restaba mediocre indulgencia. Que la Guardia Civil era un horizonte de mordiente verdor en nuestros horizontes. Que el secretario era una especie de mago sin capirote que tenía por magia un mundo de papeles amarillos.
Hubo un tiempo, lo recuerdo en medio de un largo otoño salpicado de primaveras, inviernos y veranos, en el que las cosas eran así, y en ese tiempo yo pensaba que lo peor que te podía suceder en esta vida era ser niño, porque las cosas de los niños eran mentira, porque no valían para nada, y eso duele cuando uno quiere ser algo más que un niño lejos de un mundo tan niño que le da miedo hasta a los niños.
En ese tiempo, apetece hacerse mayor, llevar un paquete de ducados en el bolsillo, un cigarrillo en los labios y por aura una estela de humo gris, blasfemar sin que nadie te recrimine, jugar a las cartas aporreando la mesa como un poseso y sentenciar sobre cualquier cosa sin sentido pero con la mayor gravedad para asombro de tontos y chiquillos.
Cómo no pensar en ese tiempo que las cosas de los mayores eran serias, que merecían la pena. Cómo no desear ser mayor para ser como ellos, de verdad.
Pero los años pasan y uno se hace mayor, y aún más mayor la obviedad de que las cosas de los mayores son un cielo porque no hay sobre ellas o debajo de ellas más cielo que ellas, pero no porque de verdad sean serias.
Hoy que los niños fuman y beben, hoy que blasfeman y no temen a los maestros, hoy que saben que los curas son de este mundo y las iglesias sedes de un selecto club social. Hoy que saben que los mayores son una mentira tan grande como la mentira que son sus juegos. Hoy, digo, qué esperanza les resta que no sea hacer grande ese tiempo de juegos y de falsa inocencia que siempre terminamos idealizando por aquello de poner a salvo algo de nuestra existencia. Porque, qué coño, de niños también fuimos más crueles que malos, más insolidarios que generosos, más intolerantes que amistosos y más caprichosos de lo que cabe imaginar, pero como éramos niños todas esas lacras no tenían trascendencia sino en nuestro mundo, por eso se nos perdonaban y hasta nosotros mismos nos lo perdonábamos.
Pero qué tonterías digo, hoy a los niños les asusta tanto la niñez como nos asustó a nosotros, ellos también creen que las cosas de los mayores son serias y que merecen la pena. Que son verdad, no como sus juegos. Y cómo no, esperan con ansiedad a ser mayores para hacerse alguien y contar, porque, dejémonos de tonterías, lo que importa es contar, y es que nos encanta contar y no que se nos cuente.
Nacemos en un medio que no es otro que éste, bajo el designio de unas pautas genéticas artificiales que nos adiestran para una realidad inventada y dispuesta para el gran juego que es la vida. Esta vida niña en la que sólo son adultos los que cuentan, y los demás, seguimos siendo niños sin esperanza. Nosotros, eso sí, niños mimados, niños de familia bien a los que se les permite igualar el pan al chocolate. Niños en definitiva que a menudo sólo tienen dos caminos, o el de idiotizarse y pensar que ahora sí que son alguien. O por el contrario resignarse a vivir en un mundo donde todo es un juego en el que lo único que de verdad vale la pena es intentar ser un niño bueno en el buen sentido de la palabra, que diría el poeta.
No sé por qué os cuento estas cosas, será porque aún resuenan en mi alma los desnudos sones del otoño y a uno, como a los árboles, le apetece desnudarse, para que el viento de la vida sople tantos sueños idiotas con los que nos vestimos en la primavera de nuestra vida.
Nos nutrimos de estupideces y nos pretendemos geniales, genialmente estúpidos, pero no hay por qué avergonzarse, la estupidez y la resignación son los fundamentos, el alfa y el omega diría, de cualquier sistema democrático que se precie. Y también de los que no lo son y son cualquier otra cosa. Y es que en todos ellos brilla el mismo sol gastado que ahora asola estas solanas de rincones circulares que nos llevan y nos traen una y otra vez al mismo sitio.
Además, siempre nos queda el consuelo de pensar que hay niños que no van a poder disfrutar de esa pequeña tregua que nos depara la infancia, en la que uno puede ser importante sin dejar secuelas, y en la esperanza de poder serlo un día no muy lejano, cuando uno se hace mayor y ya no hay otra realidad que se atreva a gritarnos a la cara que no estamos sino jugando, sólo eso, jugando. ∆

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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