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CAPITULO XLVI Y ULTIMO - UN MUERTO SIN PAPELES

El soldado de la puerta la ve salir y la mira con curiosidad. "Buenas noches", saluda y él responde con un movimiento de cabeza. Camina a buen paso hacia la estación. Ya está a salvo. Las ocho hermanas de la orden la esperan en La Coruña con el plan de fuga meticulosamente preparado.

DICIEMBRE 2005

EL FOLLETON DE LA QUIJANA
CAPITULO XLVI Y ULTIMO - UN MUERTO SIN PAPELES
POR JOSE MANUEL VILABELLA // ILUSTRACIONES: NESTOR

El grupito de borrachos entra con violencia en la habitación y sólo la mirada iracunda de la monja lo detiene. "¿Dónde está el maldito enanito?", pregunta entre risotadas un descamisado sargento. El capitán Sánchez se adelanta tambaleándose e inquiere en voz alta, bordeando el grito: "¿Está aquí nuestro prisionero?" Sor Margarita le observa sin ocultar su desprecio, da unos pasos y se sitúa a un metro del que lleva la voz cantante y le contesta con rabia, iracunda, acercando retadora su cara a la suya: "¡Sí, está aquí! ¿Dónde iba a estar el pobre? Acaba de morir; su cuerpo está caliente todavía". Y señala el cadáver de aquel hombrecillo diminuto que parecía observar la escena con aire contrito, como si estuviese afectado y triste por la gran desgracia que le acababa de ocurrir, por el suceso infausto de su propia muerte. La monja, al percatarse de que el cadáver, que parece un monigote espantado, tiene los ojos abiertos, se los cierra, lo mira un instante y hace una rápida señal de la cruz. "¿Qué desean? ¿Quieren llevarse el cadáver para profanarlo como alimañas?" El grupo se tranquiliza, acusa el golpe y recupera la compostura. Un murmullo de protesta se inicia y se diluye en unos segundos angustiosos. "Nosotros no profanamos cadáveres, señora. Nosotros somos militares y ese hombre era un monstruo, un asesino. Nadie lo echará de menos. Su muerte es un acto de justicia", balbucea Sánchez tambaleándose a duras penas. "Pues ahora ya no es un monstruo; ahora es un muerto y está aquí de cuerpo presente y sólo por la tortura que padeció, por la crueldad con que fue tratado por ustedes, merece un respeto", dice sor Margarita. El grupo guarda un silencio incómodo y, sin duda sin proponérselo, se pone en posición de firmes. Pasa un minuto que a sor Margarita le parece una eternidad. "¿Qué hacemos, capitán?", pregunta tímidamente un alférez barbilampiño. Sánchez mira al muerto, se encara con la monja y masculla entre dientes: "¡Vámonos!" y todo el grupo, casi en formación, sale de la sala.
Sor Margarita suspira, se enjuga el sudor de la frente y se apoya aliviada en la cabecera de la cama del difunto. "¡Menos mal!", musita. Se queda inmóvil unos minutos, reflexiona y después, con prisas, casi compulsivamente, arregla el embozo y adecenta al muerto con cuidado, incluso con mimo: le lava la cara que está desencajada y tumefacta, le peina con cuidado y tras varios ensayos fallidos le coloca los brazos cruzados sobre el pecho. El muerto es un ser liviano y se deja manipular como un muñeco. Ella está agotada y febril, le tiemblan las piernas y una idea cruza su mente y le reprocha sin misericordia: ¡Has matado a un hombre! "Sí, -grita- ya lo sé, no tuve más remedio, ¿qué podía hacer?", se contesta a sí misma. Se sienta en un silloncito de mimbre y trata de poner orden en el caos de su mente. "Estoy muy cansada, ahora no me puedo desmoronar; no tengo tiempo para análisis ni para reproches. Tengo que ser valiente; reacciona, mujer, y no te duermas; ahora hay que resistir, aguantar. Ahora toca ser fuerte", se repite una y otra vez; abre desmesuradamente los ojos y trata de ahuyentar al sueño pero el sopor, el cansancio, la mecen, la acunan y poco a poco, sin poder evitarlo, sus ojos se cierran y se queda profundamente dormida. Cuando despierta, tres horas más tarde, una mujer rubia y muy bella la observa con curiosidad.
-¿Quién es usted? -pregunta sor Margarita sobresaltada.
-¡Oh, siento haberla asustado! -dice la mujer y señalando el cadáver justifica su presencia allí- yo, ¿sabe usted?, era conocida suya y en cierto modo le apreciaba; creo que era su única amiga; éramos, ¿cómo le diría?, compañeros de trabajo. Ayer vi como aquellos bárbaros le rompían todos los huesos.
La monja da un respingo y la mira directamente a la cara, la analiza sin ningún recato.
-¡Ah, ya comprendo! ¿Compañeros de trabajo? ¿Me imagino que en la casa de... en el prostíbulo? -pregunta con un tono inquisitivo, sin ambages.
-Sí, sí, en la casa de doña Consolación. Yo era una de sus pupilas. Ahora la casa la han cerrado, los soldados destruyeron todos los muebles y la patrona, pobrecilla, está detenida. La terminación de la guerra barrerá todos los vicios y España padecerá una época de moralidad extrema. Me temo que, en esta España nueva, en este Madrid recién estrenado, ya no hay sitio para la gente de mi profesión. En fin...
Las dos mujeres se quedan en silencio durante un buen rato y después, las dos, al unísono, miran al muerto y es entonces cuando la monja aventura una pregunta.
-Usted, me imagino, debe de ser Trini. ¿Me equivoco?
-Efectivamente soy Trini. ¿Le habló, acaso, de mí?
Por primera vez en el día, sor Margarita esboza una sonrisa y se distiende, se tranquiliza.
-Por supuesto, claro que me habló de usted; y, además, lo hizo con cariño. Se pasó la noche contándome su vida. Usted fue su último amor.
La mujer se siente halagada, se ruboriza y hace un gesto con la mano que durante un instante le devuelve la inocencia, el candor.
-Bueno, eso decía él. Pero no me quería a mí. Me confundía con otra mujer que le trató bien hace muchos años, cuando el Peruano era joven. Una mujer que se llamaba Jesusita la Gallega. Cuando hablaba conmigo imaginaba que la tenía a ella delante. El vivía en otro mundo. El Peruano...
-¿El Peruano? -inquirió la monja sorprendida- No me dijo que había nacido en Perú; creía que era español, él aseguraba que había nacido en Madrid, muy cerca del Palacio Real.
Trini ríe divertida.
-¡Ah, claro, le contó sus historias, sus aventuras! Le habló de Cervantes, Quevedo, doña Maribola. Le aseguró que era hijo bastardo de Felipe IV. El Peruano era un hombre muy extraño, muy raro. Podía ser cruel, incluso despiadado, pero sabía ser tierno y tenía cosas buenas. A mí me hizo reír con sus mentiras. Eso es lo que más le agradezco, por eso estoy aquí. Creo que tuvo un circo en su tierra, en América, y vino aquí hace muchísimos años, hace más de medio siglo; vino huyendo de algo espantoso que hizo en su juventud; algo horrendo que no pudo olvidar y condicionó su vida: El decía que era un bufón y que a los bufones siempre los mata un príncipe con una daga florentina. Pero a él, qué paradoja, lo mató el capitán Sánchez con un martillo.
Las dos mujeres miran al difunto y se ponen de pie. Sor Margarita está a punto de sincerarse con Trini, pero no se atreve, puede ser peligroso, hay que ser prudente y la deja marchar: "Lástima -se dice a sí misma- era una candidata ideal".
-¿Qué será de sus restos, quién lo enterrará? -pregunta Trini mientras avanza hacia la puerta.
-Oh, mañana se lo llevará el furgón de los muertos que pasa al amanecer y lo enterrarán en la fosa común. Será una víctima más de esta guerra absurda; un muerto indocumentado, anónimo, sin papeles. Este hospital vacío se convertirá en cárcel. Dentro de unos días empezarán a llegar los operarios que transformarán las habitaciones en celdas. Ahora que la guerra toca a su fin tendremos que sobrellevar como buenamente podamos el peso de la victoria...
Se despiden con cordialidad, con un apretón de manos y sor Margarita cierra la puerta con llave, saca una maleta de debajo de la cama y mientras piensa que Trini era una candidata apropiada para formar parte de la orden, comienza su transformación: se quita la toca y el hábito, se libra de las gafas y deja que una abundante cabellera castaña caiga sobre sus hombros. Se maquilla ante el espejo con parsimonia y después se pinta los labios y los ojos y se mete en un vestido ajustado y cambia sus zapatillas de felpa por unos zapatos de tacón alto. En veinte minutos se trasforma en otra persona; en una mujer atractiva y mundana.
-Bueno, ahora, a empezar de nuevo -se dice a sí misma y cuando se mira al espejo casi no se reconoce. Consulta su reloj de pulsera: son las ocho de la tarde; el tren para Galicia sale a las diez de la noche, tiene todavía dos horas de margen; se pone el abrigo y de la cartera de documentos saca el carné de identidad falsificado y se lo mete en el bolsillo, busca el viejo santoral y lo hojea durante unos instantes y decide hacerlo añicos; invierte unos minutos en romperlo en trozos diminutos. El documento que podría haberla incriminado, la vida de la reverenda madre doña Jesusa de Chantada, mártir de la cristiandad, espejo de virtudes y fundadora de la venerable orden de Las Esclavas Desnudas del Señor, se ha convertido en un inocente montoncito de papel. Mete con prisas algunas prendas en un pequeño maletín y se dirige hacia la puerta sin volver la cabeza. Se detiene y desanda sus pasos a la carrera. Ante el cadáver del enano no sabe muy bien qué hacer; se sienta a su lado en la cama, lo mira durante unos instantes y le acaricia la cara, una cara gélida que tiene los estigmas de la muerte grabados en las mejillas. "Adiós, amigo", murmura. El soldado de la puerta la ve salir y la mira con curiosidad. "Buenas noches", saluda y él responde con un movimiento de cabeza. Camina a buen paso hacía la estación. Ya está a salvo. Las ocho hermanas de la orden la esperan en La Coruña con el plan de fuga meticulosamente preparado: pasarán a Portugal por la frontera de Tuy y en Lisboa embarcarán con rumbo a La Habana para empezar de nuevo. La orden es una organización perseguida desde hace dos meses, las autoridades han cursado instrucciones para que las ocho monjas sean detenidas y puestas a disposición de un juez especial que entiende de movimientos subversivos y sociedades secretas. La persecución forma parte de la vida cotidiana del grupo de mujeres rebeldes que fundara su tatarabuela doña Jesusa de Chantada. Como dijo la fundadora lo importante, lo único importante, es sobrevivir, desaparecer y esperar a salvo tiempos mejores. Aprieta el paso y divisa la estación a lo lejos. Qué extraña noche. Se siente fuerte y optimista. En Cuba la orden puede hacer una gran labor. El hombre aquel le reveló cosas que no sabía, misterios que sólo él conocía. Cuando le pidió que le ayudase a morir se quitó las gafas y la toca, lo tomó en sus brazos y le besó en los labios con una pasión y una fuerza que nunca, jamás, había sentido. Después le miró a los ojos y supo que el mensaje había llegado a su destino. "Jesusita, amor mío", musitó el enano. Ella le puso la almohada sobre la boca y apretó hasta que el hombrecillo dejó de moverse. El grupo del capitán Sánchez, que escandalizaba y se reía, estaba a punto de entrar en la habitación. Ella nunca supo si aquel acto violento era una buena acción o un ajuste de cuentas y hasta el día de su muerte, en La Habana, no dejó de repetirse: "Sé con certeza que he matado a un hombre, pero no sé si soy una asesina".

FIN

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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