Los sindicatos comienzan a
desvirtuar su naturaleza al impregnarse de ideología, lo que les
convierte en instrumentos de un partido concreto, apartándolos de su
único cometido, la vigilancia del respeto de los derechos laborales de
los trabajadores. |
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ABRIL 2005
LA SINRAZON DE LOS SINDICATOS
POR JOSE ROMERO SEGUIN
S e detecta una clara intención de
hacer del sindicalismo historia, historia que se trata de explicar y modular
acorde a los nuevos tiempos, como si los tiempos fuesen ya consumados en la
perfección social, como si fuesen actores neutros dentro de un orden justo,
en una palabra, como si las razones universales que los hicieron realidad no
tuviesen ya vigencia. Y no sin esfuerzo, porque es cierto que en la tarea de
hablar sobre la génesis y desarrollo sindical a través de los tiempos se
pueden fatigar mares de palabras, pero quienes de verdad la pronuncian son
sólo tres resumidas en una: explotación, injusticia, desigualdad,
sufrimiento en suma. En eso se fundamentó antes y ahora la necesidad que
impele al ser humano a agruparse en la defensa de unos derechos que nunca
debieron ser ignorados y aún menos violentados, pero que lo fueron hasta
extremos inimaginables.
Los sindicatos comienzan a desvirtuar su naturaleza al impregnarse de
ideología, lo que les convierte en instrumentos de un partido concreto,
apartándolos de su único cometido, la vigilancia del respeto de los derechos
laborales de los trabajadores desde la más absoluta de las independencias.
Deberían por ello deshacerse de todas las ataduras partidistas y
propagandistas para ocupar su puesto allí donde realmente tienen razón de
ser, al lado de sus compañeros de trabajo. Pues sólo desde allí pueden tener
argumentos para la defensa de sus derechos. No desde una idea ya sedimentada
y trufada de ruindades. Tampoco desde un despacho convertidos en meros
funcionarios que desconocen la realidad laboral de sus compañeros.
Son estos, tiempos de desmovilización, de entrega, cuando no de la mera
salarización de la renuncia, tiempos difíciles, sin duda, para la esperanza.
Las infraestructuración de las ideas no me convence en ningún caso, porque
invariablemente terminan despojándolas de su alma nómada para convertirlas
en sedentarios asertos, que reclaman a gritos extensos tratados jurídicos
desde los que justificar su ausencia de aquellos lugares donde su presencia
se hace más que necesaria, esencial. Entiendo por ello que deberían renegar
de sus rancios patrimonios, de sus palaciegas sedes, de sus cómodos
despachos, porque su único capital es y ha de ser siempre la justicia
social, la defensa de los derechos de los hombres que día tras día son
extrañados del mundo de las ideas para situarlos en el de las formas, con un
único fin: el de deshumanizarlos y convertirlos en meros instrumentos al
antojo de cualquier tirano ambicioso.
Debemos sospechar de aquellas ideas que, naciendo para socorrer la
necesidad, terminan haciendo de ella su razón de ser.
La democracia una vez asentada deja de ser una idea magnífica que vuela en
el viento de las cosas y en las bocas de los hombres, y pasa a ser una idea
consolidada que lastra las cosas y adormece en el sinsentido de sus razones
las bocas. Porque en una democracia se puede hablar, pero eso no nos
garantiza que seamos escuchados. En ella la sensación de civilidad llega a
ser tan real que se detiene la civilización. Ya sé que esta idea puede
resultar paradójica, pero si profundizamos percibimos que no lo es tanto, y
es que una vez alcanzado cierto grado de libertades sociales, es fácil
dejarse ir, acomodarse, dogmatizar luego ese estatus y desatender las
responsabilidades individuales y colectivas de seguir avanzando en la
consecución de un mundo más justo. En una palabra, que nos hacemos cómodos y
en la comodidad tremendamente insolidarios. Prueba de ello es la falta de
reacción de los sindicatos frente a los constantes abusos que en materia de
derecho laboral se cometen, abotargados de falsas complacencias,
involucrados de pleno en el reparto de partidas presupuestarias, y temerosos
siempre de ser tachados por sectores directamente relacionados con el poder
económico, de reaccionarios y desfasados en su misión de la defensa de los
legítimos derechos de unos hombres frente a los otros.
Hoy por hoy aquí la única reivindicación que tiene vigencia es la de
aquellos que desde posturas de insolidaridad buscan mayores espacios de
impunidad política a la hora de cometer sus desmanes. Mientras que el
retroceso en derechos sociales y laborales comienza a ser más que notorio,
trágico. Y es que mientras, los pueblos y los hombres de espaldas al mundo
que los rodea, se distancian y atrincheran egoístas tras sus fronteras,
mirando avaros para sus riquezas y derechos, el capital se concentra para
mejor expandirse sin fronteras, buscando aquellos países más apetecibles a
sus intereses.
La misión de los sindicatos no está en dedicarse a traficar con cursos de
aprendizaje, para eso están los centros de enseñanza, sino levantarse sin
fronteras para una justicia que nos atañe a todos y que no tiene sentido
sino es para todos, porque sólo en todos alcanza la consistencia necesaria
para ser de verdad el amanecer de un nuevo orden, éste sí, necesario. Porque
sin justicia no hay orden, hay sólo imposición, tiranía, brutalidad sobre la
brutalidad que a nada conduce, que no sea dar cobertura al expolio y a la
esclavitud. ∆ |