El hombre es un depredador,
y como depredador que es, a lo más que ha llegado hasta el momento es a
sofisticar el sistema de depredación, a someterlo a unas reglas que
hemos bautizado con el sacrosanto nombre de civilización. |
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SEPTIEMBRE 2004
LA OPORTUNIDAD
POR JOSE ROMERO SEGUIN
S ostiene Jeremías en uno de sus
versículos, y no sin bastarda intención dogmática: "Desdichado el hombre que
pone su confianza en el hombre". Postulado a que en otro tiempo y para otro
fin hace mención Racine, en los siguientes versos: "Desgraciado el hombre
que busca/ en los hombres su apoyo". Distinción esta, del tiempo y el fin,
que hago a la luz no tanto de la voluntad personal de Jeremías y Racine,
sino de los resultados de una y otra. Puesto que el primero, estaba poniendo
con ello las bases con que sostener la coartada más sólida de que hace gala
la iglesia católica, a la hora de atarnos al dogma y a través de él a su
ministerio, la de la devaluación del hombre frente a sí, y derivada de esa
crónica debilidad, la lógica desconfianza hacia los demás. El razonamiento
es sencillo: si no somos capaces de ayudarnos a nosotros mismos cómo podemos
esperar que los demás lo puedan hacer con nosotros, y que nosotros lo
hagamos con ellos. Es, por tanto, lógico, deducir que efectivamente seremos
desdichados, desgraciados o malditos, en cuanto obviando esta máxima nos
entregamos a nosotros mismos y a los demás. Mientras que Racine impregnado
de esta idea, no hace sino constatar siglos después la real efectividad
cuando menos subliminal del mensaje.
Tal aseveración supone algo más que una mera estrategia comercial, sino que
se constituye por la devastadora acción de sus efectos, en un crimen contra
la humanidad, el peor y el que peores consecuencias acarrea.
El hombre, no deberíamos olvidarlo jamás, dada su indiscutible singularidad,
es aquí y ahora, sujeto y objeto de una responsabilidad íntima y colectiva
ineludible, que le compromete con él mismo en primer término y con los
demás, hasta allí donde alcancen sus fuerzas y capacidades, tanto físicas
como espirituales.
De este razonamiento se desprende a mi juicio que aquí ahora, el hombre es
el dios y el diablo del hombre, es decir, su única realidad y también su
única esperanza.
Pero hay una excepción, siempre la hay, la que se deriva de un factor ajeno
a la exclusiva manipulación religiosa, que como bien es sabido se apoya
básicamente en las necesidades del espíritu, como es la que sobreviene de
las necesidades corpóreas o materiales, y que se canaliza a través de un
proceso de manipulación netamente laico en esencia, sin que ello excluya las
ayudas que de la primera pueda recibir, pues para qué buscar nuevos
argumentos cuando éstos están ya ahí perfectamente contratados y dispuestos
para ser comprados a un precio módico.
El hombre es un depredador, y como depredador que es, a lo más que ha
llegado hasta el momento es a sofisticar el sistema de depredación, a
someterlo a unas reglas que hemos bautizado con el sacrosanto nombre de
civilización.
Y es en este civilizado ámbito donde yo hago mías las palabras de Jeremías,
y digo, pobre de la singularidad del hombre cuando se ha de apoyar para
mantenerla en el no-hombre, que es, el hombre institución. Porque hoy, en la
tensión social, ya no somos hombres sino instrumentos de instituciones que
nos han suplantado y ordenado según su antojo, dotándonos sentido y
significado, y lo que es peor, siendo ellas quienes nos otorgan un valor
determinado para nada congruente con la natural valía de cada uno de
nosotros, sino con la utilidad que unos y otros tengamos para sus fines
comerciales.
Manipulados pues en el orden espiritual y carnal, en lo individual y lo
colectivo, qué esperanza nos queda que no sea la de pregonar el engaño sin
hacer nada por evitarlo, por desterrarlo de nuestras vidas. O alejarlo
atribuyéndoselo a la maldad de otros, culpándolos a ellos de lo que sabemos
que nace también de nuestras manos, y no sólo eso, sino que la rebelión no
nace de la razón en el estricto sentido de justicia, sino de la constatación
de haber sido marginado de ese proceso y de sus beneficios. Acaso lo que no
es menos terrible, hacer con la denuncia nuestro particular agosto, cifrar
en ese acto nuestro prestigio y bienestar.
Hoy por hoy no hay esperanza, porque la esperanza nace del error, de la
intención torcida que no aporta sino oportunidad, la cualidad más apreciada
por todo depredador. Pero la oportunidad no ofrece cambios sino relevos, no
promete nuevas formas sino reformas de lo viejo.
Habría posibilidad de esperanza si al menos en lo que concierne a los
gobiernos fuésemos capaces de instalar principios contrapuestos a ese
podrido criterio que nos convierte en animales de la peor especie. Pero la
oportunidad nos gobierna porque es la criminal oportunidad la que finalmente
pone y cambia gobiernos, la que marca la orientación de la política de éstos
y la que va conformando el discurso de los que esperan su oportunidad. ∆ |